Doña Chus, don Alejandro y su troupe de artistas aficionados

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Burgos
-

Es el lugar maldito, el que nadie quiere para sí pero que se usa como amenaza para otros, el sinónimo del daño y la vergüenza. Pero la cárcel es también un sitio en el que dar la vuelta a la vida con herramientas como el teatro.

Las voluntarias Daia González, Paula Labrador y Chus Klett, con Alejandro Villafañe. - Foto: Alberto Rodrigo

«¿Cómo está, doña Chus? Qué alegría verla... ¿Se encuentra mejor? Siéntese aquí, doña Chus... ¿Necesita algo? Qué bien la veo, doña Chus... Tome una silla, póngase cómoda... Doña Chus, tenemos que hablar de lo mío... A ver cuándo tiene un rato, doña Chus...». Ya ni lleva la cuenta Chus Klett de las veces que les ha dicho a los internos del centro penitenciario de Burgos que le apeen el tratamiento, pero no hay manera. Así que, resignada al usteo, recibe con cariño las atenciones de unos y otros cuando se encuentra con ellos en el salón de actos. Ha pasado un poco más de un mes desde que el grupo de teatro 4 Paredes, que ella dirige en la cárcel, estrenó 'en la calle', concretamente en el centro cívico de San Agustín, su obra ¡Que no... que no me voy! con texto de Francisco Sevidane, ahora felizmente en libertad. Klett no pudo acudir a semejante evento pero lo que no se quería perder por nada del mundo eran las reflexiones que los internos harían de la experiencia a petición de este periódico.

Los actores van llegando, se abrazan, saludan al educador don Alejandro Villafañe -otro de los motores del grupo y al que, con mucha guasa uno de ellos llama Florentino, por la habilidad que tiene para hacer buenos fichajes entre los internos que le parece que pueden dar juego sobre las tablas-, a la profesora, doña María Jesús, con la que muchos de ellos estudian para sacarse la ESO, y a Daia González y Paula Labrador, voluntarias del Centro de Voluntariado Social (CVS), entidad que lleva accediendo al centro desde hace décadas para ofrecer actividades de ocio y de desarrollo personal. Más de treinta años llevan el CVS y doña Chus acompañando a las personas privadas de libertad, escuchándolas, empatizando con ellas, conociendo sus historias, desestigmatizándolas y, de alguna manera, ofreciéndoles un afecto al que el sistema penitenciario no alcanza.

Con toda esta experiencia a sus espaldas, Klett asegura que probablemente la de Burgos sea una de las cárceles más humanas, quizás por su tamaño, bien alejado de los macrocentros de otras provincias,  pero seguro, por el compromiso de muchos de sus profesionales. El proyecto de sacar a la calle una obra de teatro comenzó con la anterior directora, Elena Ramos, y continuó con su sustituta, Beatriz Sahagún, que, recién aterrizada en Burgos, no puso ninguna pega para que la iniciativa siguiera adelante. También ella está presente en el coloquio en el que los miembros del grupo cuentan qué ha supuesto para ellos actuar. Y les escucha atentamente.

«Para mí, que jamás había tenido una experiencia artística, lo que he vivido en estos meses de ensayo y luego con el estreno ha sido algo impresionante. Me ha ayudado a ponerme en la piel de los otros como nunca me hubiera imaginado». El que habla así, un joven de 33 años, hace el papel de jurista en la obra. Porque lo que  ¡Que no... que no me voy! pone en escena -en tono de comedia ácida- es una junta de tratamiento, el órgano que dentro de prisión clasifica a los internos en los distintos grados e informa sobre su evolución y la concesión o denegación de permisos.

Así que entre los 14 miembros del grupo de teatro (más la profesora y una voluntaria) se han repartido los diferentes oficios y los personajes: el director, el subdirector de tratamiento, el subdirector de seguridad, la psicóloga, el educador, el jurista, la trabajadora social, el jefe de servicios, el cura y cinco internos que representan, aproximadamente, todas las tipologías existentes intramuros. Por eso, ellos, que han estado tantas veces a la espera de lo que la junta decía de su evolución y acordaba sobre sus salidas, ahora han ocupado el lugar de quien tiene que decidir sobre sus vidas. Y les ha gustado mucho, a pesar de que salvo Gregorio, que tocaba la trompa francesa en una orquesta durante su infancia, y  Yeison, que tiene un grupo musical, nadie jamás se había acercado al arte en ninguna de sus expresiones. Ahora, todos quieren repetir.

«Es una forma que tienes de aislarte de lo que te rodea, de que pase el tiempo de la mejor manera, de aprender a convivir, de darte cuenta de cosas que antes no tenías presentes. Es bueno para todo, te cambia la mentalidad y te ayuda a estar preparado para no cagarla más», opina el más benjamín del grupo, de 26 años, y el resto asiente. También Alejandro Villafañe: «La mayor grandeza que tiene esta actividad es la compenetración, el hecho de que todo el mundo tiene que aportar lo mejor de sí para que el objetivo final se cumpla con éxito, velar por los demás. Aquí se produce una armonía que pocas actividades ofrecen».

Para muchos de ellos, además, es «un logro personal»: «Al finalizar el ensayo me siento feliz, con la impresión de que puedo seguir siendo una persona buena aunque me haya equivocado. Esto te hace pensar en muchas cosas, mirarte hacia dentro, aprender cuáles son las consecuencias de los hechos», añade un interno de ojos oscuros. Su compañero, que dice estar centrado en que su condena termine cuanto antes y dedicarle tiempo a sus hijos, le toma la palabra: «El teatro me ha demostrado que es posible asumir responsabilidades y que quien lo hace, toma las riendas de su vida». Y un tercero apostilla: «Ojalá la gente de fuera supiera que aquí estamos gente que hemos cometido un error, algo de lo que nadie está libre, y así evitar el estigma durante toda nuestra vida».

 Klett, que les ha estado oyendo con muchísimo interés, pone el foco en los valores de una actividad como esta. «Se trabaja la convivencia, la empatía y el respeto, sin esto y sin compromiso por todas las partes no puede funcionar nada, y más en un grupo que está formado por personas cuyos vaivenes emocionales son más acusados que en la población general por sus circunstancias». Y la realidad se lo ha demostrado: una salida terapéutica -que es como se llama en el entorno de Instituciones Penitenciarias a una actividad fuera de la cárcel con la finalidad de preparar al interno para su futura libertad - tiene sus riesgos, y la del 30 abril, que supuso mover a todo el grupo al centro de la ciudad a interpretar su obra, salió de lujo.

El salón de actos del cívico estaba hasta la bandera y todo fue como estaba previsto, ni un fallo en los preparativos ni sobre el escenario. Hubo emoción a raudales, aplausos, risas y llantos.  Los espectadores estuvieron entregados; los actores, impecables, y varios, además, tuvieron la oportunidad de abrazar a sus seres queridos y percibir que se sentían orgullosos de su actuación. «Don Alejandro, le presentó a mi madre», decía uno de los más jóvenes. Aquello tenía el aroma de una función colegial -hasta hubo una mamá que llevó un guiso para todos- donde se sustanciaba algo más que un sobresaliente: una forma diferente de vivir. 

Se acercó un momento a saludar a sus compañeros el autor del libreto, Fran, que durante el tiempo que estuvo dentro fue redactor del periódico de la cárcel La voz del patio, donde todavía colabora, y que desde siempre ha tenido veleidades literarias. También escribió El padrino del patio, la anterior obra que representó el grupo, llena de la misma guasa sevillana, pues él nació en la capital andaluza y hace honor a la fama que precede a quienes llegan al mundo allí. «Siempre le pongo a mis textos mucho humor porque es durísimo estar en la cárcel. He pasado allí 15 de mis 53 años y nunca nadie me preguntó por qué robé, por eso es necesario que se escuche a la gente y que tengan actividades que les hagan tener optimismo. Hay que ver siempre la botella medio llena».