Alfonso XIII siempre tuvo una relación especial con Burgos, ciudad a la que rindió varias visitas desde aquella primera de 1891 en la que, siendo apenas un niño, acompañó a su madre, la reina regente María Cristina, a consolar a los heridos del terrible accidente de ferrocarril registrado en Quintanilleja que se saldó con quince muertos y que conmocionó a todo el país. Volvió en numerosas ocasiones: su primera visita oficial fue 1902; tres años más tarde, se acercó a la Cabeza de Castilla para presenciar un eclipse total de sol; en 1924 lo hizo acompañado del general Primo de Rivera; en el año 1930 inauguró la Barriada Militar. Pero ninguna tuvo la repercusión que la realizada por el Borbón en 1921, como lo acredita la última gran biografía escrita sobre este monarca: El rey patriota: Alfonso XIII y la nación (Galaxia Gütenberg), obra por la que su autor, Javier Moreno Luzón, ha sido galardonado por el Premio Nacional de Historia de España.
En el libro, el historiador dedica un capítulo entero a la presencia de Alfonso XIII con motivo del VII Centenario de la Catedral, donde fue protagonista el 21 de julio del acto más importante: el traslado de los restos del Cid, héroe castellano por antonomasia, a una sepultura emplazada en el crucero de la gran joya del gótico español. «El culto al héroe del siglo XI seguía vivo en la España del XX (...) donAlfonso tributó al Campeador honores de capitán general con mando en plaza. Se hizo cargo de la caja funeraria y recorrió la ciudad -a pie y de uniforme- tras el armón de artillería que la portaba, en un cortejo que integraban elementos civiles, eclesiásticos y militares. Los vecinos de los pueblos cercanos marchaban junto a sus curas, portando cruces parroquiales con crespones negros, entre músicas lúgubres y calles engalanadas con la efigie delCid», escribe Moreno en su obra, que ha sido calificada como «una biografía innovadora» que contribuye de forma sustantiva «al conocimiento que rompe con el paradigma de la excepcionalidad de la historia española. Se trata de una obra de especial relevancia para comprender la época de la Restauración y del primer tercio del siglo XX».
El historiador, que detalla cada instante protagonizado por el monarca en aquella memorable jornada -además del acto de inhumación de los restos del que en buena hora nació presidió un desfile y asistió a una corrida de toros-, subraya cómo el rey enarboló como símbolo de las esencias patrias la figura del guerrero burgalés. «Los discursos de aquellas fechas relacionaban el pasado ejemplar que encarnaba el caballero cristiano con el presente y el futuro del país.El obispo de Vitoria, monseñor Eijo y Garay, dedicó su oración fúnebre a los que, a su parecer, eran dignos sucesores del caudillo: los soldados que peleaban en Marruecos contra el moro, eterno enemigo de España. Alfonso XIII, en tono de arenga y ante un público entregado, subrayó la consubstancialidad entre nación, ejército y fe católica para, acto seguido, perfilar su visión del héroe: 'Yo no veo en él más que al patriota, al guerrero genial que, además de su obra, sembró con el ejemplo de sus huestes la semilla de aquellos soberbios Tercios de Flandes que tantos triunfos consiguieron'. No había en ello ambición imperialista, aclaraba, porque 'con lo que es España en la Península y con lo que nos pertenece al otro lado del Estrecho, tenemos lo suficiente para figurar entre las primeras naciones de Europa'».
Subraya el historiador que la Reconquista y sus derivaciones se utilizaban para remarcar el destino histórico de España en el norte de África, «donde el cierre de la guerra europea había reactivado las campañas coloniales (...) Los argumentos historicistas señalaban la antigüedad de las plazas de soberanía española, Melilla -incorporada a la corona en tiempos de Carlos V- y Ceuta -cedida por los portugueses en el siglo XVII; y los episodios bélicos del XIX, donde se había derramado sangre española. No se olvidaban tampoco las consideraciones geopolíticas y las obligaciones contraídas por España en tratados internacionales.Pero se esgrimían al tiempo las tesis más comunes en el imperialismo coetáneo, como las económicas, que prometían grandes beneficios a los colonizadores, y las filantrópicas, que obligaban a las naciones o razas superiores a guiar hacia el progreso a los pueblos inferiores, bárbaros o atrasados. Una misión providencial que se vinculaba sin esfuerzo a la preeminencia de la religión católica sobre la islámica, y desde luego sobre las prácticas heterodoxas que se atribuían a las habitantes de la pequeña zona que había tocado a los españoles en el reparto del sultanato».
Para Moreno Luzón, el protagonismo del ejército sobre cualquier otro actor colonial no ofrecía dudas a sus propagandistas. «Lejos de echar 'doble llave al sepulcro del Cid', como había recomendado en 1898 Joaquín Costa (...) España se convertía otra vez en un Estado guerrero. Y lo hacía contra el moro, uno de los otros más presentes en el imaginario español, sobre el cual se acumulaban estereotipos negativos: el romanticismo de las visiones decimonónicas había perdido vigencia ante los retratos racistas, que contemplaban a los magrebíes como gentes sucias, salvajes y primitivas, feroces y a la vez poco trabajadoras, ingenuas pero traidoras, cuya resistencia debía ser aplastada sin piedad».
Tras el homenaje alCampeador, y antes de salir rumbo a San Sebastián, el rey y su cohorte ya empezaron a recibir preocupantes noticias procedentes del norte de África: los rebeldes habían comenzado a asediar a las tropas españolas. Mientras el monarca invocaba el espíritu militar delCid, España se abocaba a una de las derrotas más sonrojantes y tristes de su historia.Lo que se conocería como Desastre de Annual, que se llevaría la vida de miles de españoles en tierras africanas. Escribe Moreno Luzón: «Aquello era sólo el comienzo de una crisis de enorme magnitud, no sólo militar sino también política (...) La herencia del Cid se venía abajo».
Alcalde honorario. Coincide la publicación de El rey patriota con el centenario del nombramiento de Alfonso XIII como 'Alcalde honorario' de Burgos. La Corporación municipal de entonces quiso agradecer al monarca con este título su impulso a la construcción del ferrocarril Santander-Mediterráneo.Fue en el mes de diciembre de 1924 cuando una delegación encabezada por el alcalde de la ciudad, Jesús María Ordoño, hizo entrega a su majestad en el Palacio Real de Madrid del pergamino que recogía el título y la medalla de concejal.Según las crónicas, el Borbón se mostró asaz complacido, alabando los dibujos que en el documento había realizado el gran artista burgalés Fortunato Julián, y comprometiéndose a viajar a Burgos para inaugurar, como primer edil honorífico, uno de los tramos del ansiado ferrocarril.