La saeta rompió el recogido silencio con el que salió de Santa Águeda -como una bella aparición en la tarde que se extinguía- la Virgen de la Soledad, que llevaba el rostro compungido y sostenía en sus finas y temblorosas la corona de espinas de su hijo torturado y muerto; a sus pies, las flores de la sangre y dos ángeles tristes. La voz flamenca del gran Fermín de Roa se elevó al cielo de Burgos con todo el desgarro de su garganta y su corazón. ¡Ay, Virgen de la Soledad!, clamó el cantaor. ¡Viva la Virgen de la Soledad!, proclamó tras rematar la emocionante tonada, hallando réplica unánime en las decenas de personas que se arracimaban en torno al templo. ¡Viva!
No importó que el frío viento atravesara la calle como un cuchillo traicionero.La Soledad nunca está sola: a lo largo de todo el recorrido de este paso, recibió el cariño y el calor de cientos de personas.Escoltada por su banda de tambores y cornetas (donde siempre sobresale el talento de Gonzalo Bárcena, un virtuoso del aire), recaló la Soledad en el convento de las Salesas. Allí, en primera fila, había muchos residentes de Barrantes, como Alicia, que acompañada por su cariñoso hijo Jesús, pudo contemplar con ojos emocionados a la Soledad, que fue cantada con las voces blancas de las monjas, que desde la clausura quisieron acariciar a la madre del nazareno, llevarle algo de luz y de consuelo en la noche negra de su alma. Eran voces jóvenes unas, veteranas otras, pero al cabo consoladoras que impregnaron belleza y espiritualidad la tarde que se iba apagando, y que consiguieron elevar las almas más fervorosas a los confines del misticismo.
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