Se supo, meses antes, que no habría mejor lugar en España y aun en Europa donde fuera a verse mejor el eclipse total de sol que en Burgos. Fue la crónica anunciada de un fenómeno astronómico que no se producía desde hacía años. Desde entonces no se ha podido contemplar por estos lares un hecho como el que esta semana han disfrutado al otro lado del Atlántico. La expectación con la que se ha vivido el entrometimiento de la luna entre la Tierra y el astro rey no debe mover a la sorpresa: en Burgos, en aquella lejana fecha del 30 de agosto del año 1905, sucedió en similares términos. Baste decir que la ciudad se engalanó como en un día de fiesta, quizás porque -también- iba a rendir visita un espectador importante: el monarca Alfonso XIII, al que acompañarían otros miembros de la familia real.
Pero es que a la Cabeza de Castilla llegaron por miles forasteros de procedentes de muchos lugares de España y Europa, algunos de ellos científicos de los más importantes del Viejo Continente. Ya por el mes de mayo el Ayuntamiento de Burgos se conjuró quedara «a la altura que le corresponde», designando una comisión municipal que se encargaría exclusivamente de cuantas cuestiones alusivas al eclipse fuesen necesarias. Se destinó una importante partida económica a tal fin, y se lanzó una gran campaña de propaganda en aras a concitar la mayor atención posible fuera de las fronteras locales.
Desde una agencia se envió un telegrama a los periódicos más importantes del continente en los que se informaba de que la ciudad estaba preparando el acontecimiento y que respondería a cualquier demanda de alojamiento. Durante días se repartieron folletos cada vez que el ferrocarril -el llamado entonces 'Rápido'- se detenía en la estación.
Se concibieron eventos en torno al magno fenómeno astronómico de todo tipo y condición; así, se programaron toros, distintas funciones de obras de teatro, concursos, conciertos, desfiles, bailes, sesiones de fuegos artificiales. Pompa y boato a tutiplén con tal de quedar de rechupete a ojos del mundo. Todos aquellos actos comenzaron varios días antes del eclipse. Y el Consistorio tuvo que sentirse bien orgulloso: ni una sola habitación de hotel, pensión y hospedaje quedó libre; y hubo particulares que dieron cobijo en sus hogares a muchos de los que no quisieron perderse la cita. Hasta el Seminario de San Jerónimo se convirtió en improvisado hostal aprovechando que sus estudiantes aún estaban de vacaciones. No sólo la expectación del fenómeno despertó interés en Europa. Desde Estados Unidos, el magnate de la prensa William Randolph Hearst reservó tres habitaciones del Hotel París (que, entonces, era la crema) para poder disfrutarlo.
A las comitivas de científicos se les destinó a zonas estratégicas a fin de poder instalar todos los aparatos técnicos, asaz complejos, para la contemplación y estudio del eclipse. Campo Lilaila fue uno de los puntos claves, pero también hubo científicos en Villargámar, en el hoy conocido como Barrio de El Pilar (se instalaron en los edificios de la Azucarera Burgalesa), en Los Vadillos, en El Plantío... Vinieron a Burgos algunos de los astrónomos más importantes de Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Rumanía, Austria e incluso Rusia. Desde el Parque aerostático militar de Guadalajara llegaron a la capital burgalesa tres globos (Marte, Júpiter y Urano eran sus nombres), a los que, minutos antes del fenómeno, se subirían varios científicos. La familia real, que se alojó en aquella jornada en el Palacio de la Diputación, decidió subir al cerro del Castillo para contemplar el eclipse. De aquel momento realizó el pintor Marceliano Santa María un grabado que conserva en el Archivo Municipal de Burgos.
El instante mágico. Las laderas del Castillo y todos aquellos lugares con amplias explanadas acogieron multitudes en el mediodía del día 30 de agosto. Sin embargo, minutos antes de que la luna solapara al sol, unas nubes traicioneras amenazaron con chafar el sortilegio. La tristeza y la decepción invadió a todos los que se hallaban mirando al cielo. Muchos de los científicos, pese a la potencia de sus artefactos, también sintieron frustración, toda vez que las nubes velaban el hechizante fenómeno cuando el disco lunar comenzó a anteponerse al astro rey. Sin embargo, casi como por arte de magia, la nebulosa se evaporó, permitiendo a las decenas de miles de personas que en ese instante, desde todos los rincones de la ciudad y sus afueras, miraban al cielo, extasiarse con el fenómeno astronómico más especial. Este periódico recogió en su crónica del día siguiente ese momento preciso. Quien fuera que escribiera la crónica (que no aparece firmada) dejó para la historia un texto espléndido, de muy alto valor literario.
«Comenzó el eclipse entre nubes, que solo a intervalos permitían distinguir el sol, y la multitud empezó a dispersarse por calles y paseos, dirigiendo a lo alto los cristales ahumados. Los cerros que rodean el Castillo estaban llenos de gente, y también había mucha en las altas planicies de la parte sur de la población. En el campo de Lilaila se estableció un cordón de tropas para impedir el acceso de los curiosos, que podrían haber entorpecido las delicadas operaciones de los astrónomos. El eclipse avanzaba, y el cielo no ofrecía trazas de mejorar. Sólo durante algunos ratos podía observarse la silueta de la luna que poco a poco iba oscureciendo el disco solar».
«Ya estaban cubiertas las tres cuartas partes del sol cuando subieron los globos del parque militar, y poco después, un enorme nubarrón cubrió el sol, amenazando con impedir por completo la observación del admirable fenómeno. La luz iba faltando; el paisaje tomaba tintas cárdenas y sombrías, y una ligera brisa se levantó refrescando el ambiente. Se acercaba el momento supremo de la totalidad y la maldita nube negra seguía ocultándonos el escenario donde iba a tener lugar el grandioso espectáculo. De repente, como por arte de encantamiento, la nube se rasgó; sus bordes se cubrieron de irisaciones nacaradas, y quedó libre un gran espacio de cielo, en cuyo centro se destacaba el sol, del que sólo se veía un ligero segmento, un borde delgadísimo parecido a un alambre candente. La oscuridad se acentuaba por momentos, los semblantes estaban lívidos, y una emoción indescriptible agitaba todos los corazones. De pronto, aquel hilo de luz brillante se rompió en varios fragmentos, que parecieron correr como lucientes chispas y desaparecieron al fin, quedando todo sumido en una oscuridad profunda. Algunas estrellas se dibujaron en el espacio, y el sol se transformó, convirtiéndose en un disco negro como el azabache. Apareció la corona solar blanca, resplandeciente, hermosa, de un tono que a nada puede compararse...».