La Atlántida burgalesa

RODRIGO PÉREZ BARREDO / Burgos
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Una de las numerosas teorías, sostenida por el investigador Ribero-Meneses, sitúa la legendaria civilización tartésica entre los Picos de Europa y el Golfo de Vizcaya, incluyendo la provincia de Burgos

Capital románico en el que se representan dos unicornios. Pertenece a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Bárcena de Pienza. - Foto: Patricia

¿Es la civilización perdida o un mito más cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos? ¿Hubo, antes de los sumerios, egipcios, fenicios, mayas, incas, griegos o romanos otra cultura primigenia, de la que luego brotaron otras? ¿Existió la Atlántida? Si lo hizo, ¿dónde estuvo ubicada? Siglos de estudios y teorías han intentado en vano dar respuesta a uno de los grandes misterios de la Humanidad. Aunque las fuentes antiguas sitúan tan legendaria civilización cercana a la Península Ibérica no ha habido nunca unanimidad al respecto, si bien está relacionada con otra mítica civilización, Tartessos, esta sí situada en el triángulo conformado por las hoy provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz. Hace unos días, Hace unos días, un grupo de arqueólogos investigadores del CSIC hizo público el hallazgo de una serie de estatuas de más de 2.500 años de antigüedad procedentes de un yacimiento ubicado en la provincia de Badajoz. Se trata de unos bustos femeninos que, consideran sus descubridores, serían la primera representación humana de la cultura tartésica; esto es, la Atlántida de la que habló el filósofo griego Platón.

En el maremágnum de teorías sobre la ubicación de la Atlántida hace años que emergió una tesis que también sitúa la mítica civilización en la Península Ibérica, pero no el sur, sino en el norte: exactamente en la zona cantábrica, en el espacio comprendido entre los Picos de Europa, en Asturias, y el Cabo Machichaco, en Vizcaya, abarcando también la provincia de Burgos. El autor que lo sugiere es el filólogo e historiador Jorge María Ribero-Meneses (Valladolid, 1945), quien lleva toda su vida defendiendo que Iberia, lejos de ser el lugar en el que a lo largo de los siglos otras civilizaciones fueron depositando su legado, debe ser considerada como «el crisol de todas ellas al tiempo que la matriz incontrovertible de la civilización». Lo ha defendido entre polémicas y controversias, pero con enorme convencimiento. 

Según Ribero-Meneses, autor de un centenar de obras dedicadas a sostener su teoría, el investigador vallisoletano traza esa primera humanidad civilizada muy concretamente: en unas islas existentes en ese tramo de costa hasta el desenlace de la última glaciación, hace en torno a 12.000 años; allí, según él, floreció la primera civilización del planeta, «recordada en multitud de remotos testimonios históricos entre los que, por pura ignorancia, el único conocido y citado es el aportado por Platón en sus Diálogos y en el que conoce a ese 'Primer Mundo' como Atlantis o Atlántida, cuando sus nombres más extendidos y genuinos fueron Eskitia y Hesperia, nombre helénico este último de la Península ibérica».

El autor de Los orígenes ibéricos de la Humanidad sostiene que esa cultura madre, esa Atlántida mítica, es la citada Tartessos, si bien señala que ésta no se ubicó en el Sur de España; culpa de este error geográfico a los historiadores clásicos y a su empeño «por cohonestar las más viejas noticias históricas con el mundo mediterráneo que les era relativamente conocido. De ahí nació el dislate de denominar Atlas a la cordillera norteafricana, que jamás había respondido a tal nombre, o de confundir a las Islas Canarias con las Islas Afortunadas, que era el propio archipiélago de la Atlántida, o el de ubicar las Columnas de Hércules en el Estrecho de Gibraltar cuando ya autores de la talla de Herodoto o Aristóteles habían dejado escrito que se alzaban en algún lugar del Norte de España», asegura Ribero-Meneses.

La tesis del investigador pone de relieve que el vestigio más evidente que se conserva de aquella primera civilización de la historia es el arte rupestre. «Que es lo único que ha sobrevivido, merced a que su carácter subterráneo y oculto le ha salvado de la permanente labor de destrucción a la que el Patrimonio Arqueológico se ha visto y sigue viéndose abocado en España, víctima unas veces de gentes llegadas de fuera y, siempre, de la insaciable ansia depredadora de los naturales del país. Que lo diga, si no, la propia Cueva de Atapuerca, expoliada durante siglos».

A este respecto, estima que es tanto por su profusión como por la cima artística alcanzada la prueba viva y tangible de que esa primigenia civilización floreció a orillas del Cantábrico. Que «fueron los Hesperios-Atlantes-Tartesios quienes pintaron Altamira, El Pindal, La Garma, El Pendo, Santimamiñe, Ekain, Candamo o Tito Bustillo o modelaron el prodigioso complejo troglodítico del Monte Castillo de Puente Viesgo. El cataclismo que puso fin a aquella Civilización hace entre 10.000 y 12.000 años arruinó para siempre aquel fecundísimo y pujante 'Mundo Primigenio', desplazándose sus supervivientes en todas direcciones, América incluida, en busca de zonas más protegidas y seguras».Y que, justo a partir de ese momento es cuando comienzan a despuntar los primeros indicios de civilización en Egipto, Babilonia, Persia, Grecia o en el propio Levante ibérico.

Cuando en 1984 el historiador la hizo pública, la teoría fue muy criticada en el ámbito científico. No le importó: decidió consagrar el resto de su vida a reconstruir «la verdadera historia de nuestros orígenes, dispuesto a enfrentarme a todos los científicos del planeta si ello fuera necesario. Como en efecto lo ha sido, cabiéndome el orgullo de haber rebatido y rectificado desde entonces a infinidad de ellos, sin que hasta la fecha haya habido nadie capaz de desmontar o desautorizar ni una sola de mis tesis. Cosa que sí he hecho yo mismo, por el contrario, al no cesar de evolucionar y, por ende de pulir, matizar y consolidar mis tesis», afirmaba a este periódico hace unos años.

Atapuerca. La revolucionaria teoría de Ribero-Meneses que revisaba los orígenes del hombre fue cobrando cierto sentido años después, cuando algunos científicos insinuaron que la cuna de la humanidad quizás no estaba en África, sino en Europa, y más concretamente en España. Para el investigador, los yacimientos de Atapuerca constituyeron uno de sus más rotundos apoyos por cuanto son los restos humanos más antiguos del continente: en el II Seminario Internacional de Paleoecología humana de la Cátedra Atapuerca celebrado en 2007, los expertos apuntaron la idea de que el origen de la especie Homo es euroasiática, y no africana, como se había asegurado siempre.

En su obra Atlántida, la isla en la que nació la Humanidad, el controvertido historiador profundiza en las circunstancias «que determinaron la hecatombe que puso súbito fin a la civilización atlante y, con ella, a centenares de miles de años de historia, relativamente lineal, de nuestra especie, desarrollada a orillas del mar que, entre otros muchos nombres, ha respondido a los de Mar Occéana, Mar Occidental, Mar Ocre o Roja, Mar Griega, Mar de 'Bizkaya' o Mar Cantábrica... De todo lo cual dan fe los ya cerca de un millón y medio de años de presencia humana documentada en la burgalesa Sierra de Atapuerca, con restos fósiles de los únicos individuos de esas Edades en los que se reconocen ya los muy peculiares rasgos faciales de los primeros homo sapiens de los que somos descendientes... y que brillan por su ausencia entre todos los homínidos asiáticos y africanos hasta ahora descubiertos, probándose con ello que la matriz de nuestra especie no podía hallarse demasiado alejada de aquellos Montes de Oca burgaleses en los que se encuentra Atapuerca y que nacieron a imagen y semejanza de los primitivos y genuinos Montes de Oca cantábricos». Casi nada.

Aunque no ha dejado de ser una teoría controvertida, el historiador vallisoletano siempre se ha mostrado tan empecinado como esperanzado en que sus tesis no fuesen tomadas como simples chaladuras. Lo importante para él era dar el primer paso, así como alertar a todos respecto a la posibilidad, jamás antes contemplada, «de que Iberia hubiese engendrado a los primeros seres humanos. Todo lo demás irá viniendo por añadidura porque, como suelo decir, una vez que alguien ha puesto al descubierto una verdad y ha conseguido desarrollarla y que trascienda públicamente, ya no existe fuerza en el mundo capaz de enterrarla y de frenar el impacto que ese descubrimiento produce en un sector, el más lúcido, de la sociedad. Máxime en una época como la presente, en la que el conocimiento y la información viajan de un extremo a otro del globo con celeridad y facilidad inusitadas».