El otro día pasé unas cinco horas en un aeropuerto, dos de ellas fruto de mi inseguridad y planificación extrema, y otras tres por culpa de un larguísimo retraso. Aburrida, decidí ver la nueva película de Lindsay Lohan, Nuestro secretito (Our Little Secret, en inglés) que justo salía ese mismo día. Nuestro secretito tenía todos los elementos propios no solo de una comedia romántica (unos personajes tal vez decepcionados o conformados con una vida que no les acaba de convencer, un encuentro incómodo, cierta irritación inicial con la que luego va a ser su pareja para toda la vida, un instante de dulzura y trauma compartido, un gran gesto final), sino también de una comedia romántica navideña (aquí se incluye, por supuesto, la Navidad y sus preparativos como escenario, cierta crítica social juguetona a las costumbres festivas para luego acabar reforzándolas en el discurso, la persona que odia todo y acaba ablandándose, la vuelta a la ciudad de la infancia, etc.).
Adoro estas películas. Las he visto todas (comedias románticas y, por inclusión, comedias románticas navideñas), clásicas y contemporáneas, con la salvedad de las telenovelas turcas, a las que aún me resisto, si bien estoy segura de que en el futuro también caeré en ese vicio. En ocasiones, mi hermana o mi madre me envían las sugerencias de su SmartTV, que de cuando en cuando les recomienda lo que nosotras solemos llamar un mierdón; no tanto por su afición a los mierdones, sino porque cada vez que las visito las obligo a tragarse unos cuantos. Pero da igual la película que me manden, sea una rareza del pasado sin demasiados visionados ni presupuesto o el nuevo estreno de Netflix: siempre los he visto. He visto la de la chica que se queda embarazada y vemos cómo sigue su vida y los chicos con los que sale dependiendo de si elige abortar o no; la de la becaria que se enamora en un avión porque la suben a primera clase; la de la mujer que encuentra una máquina del tiempo en un sitio donde hacen manicuras de gel e intenta repetir la cita perfecta; la de los perros que se enamoran y hacen que se enamoren sus dueños; diversas versiones de necesito pareja para la cena de Navidad o para la boda de mi mejor amiga o de mi hermana; infinitas versiones de el amor de tu vida siempre estuvo ahí: era tu vecino, tu mejor amigo, el chico que le echaba una mano a tus padres. He visto incluso la primera y vergonzosísima película de Dakota Johnson, aunque lo auténticamente vergonzoso es que algunas de estas películas que enumero las he visto más de una vez.
«Es posible que seas una de las personas que más saben de este tema en España», me dijo mi hermana después de que le confirmase que sí había visto una sugerencia de Amazon que, atendiendo a las estadísticas, prácticamente solo he reproducido yo en este país; «deberías escribir un ensayo crítico».
No me tomo tan en serio a mí misma como para hacer un ejercicio semejante, pero sí quise meditar un poco en por qué me gustaban y si me habían gustado siempre. Sé que, aunque pretendan ser ligeras, estas películas resultan problemáticas para algunos. Por ejemplo, recuerdo que hace unas Navidades vi con una amiga la película en la que a Nina Dobrev le hacen catfish, y ella me dijo que esas ficciones solo lograban ponerla triste: su familia jamás había sido así, eran pocos y nunca habían puesto un árbol; ver esa clase de cosas solo la hacía sentirse más sola en el mundo. Y es cierto que, en mis momentos de depresión y oscuridad más profunda, jamás veía comedias, pues solo pensar que el amor existía para otros que no eran yo me hacía mucho daño: escogía, en su lugar, ciencia ficción, acción o superhéroes (y era igual de compulsiva).
Se me ocurre que quizás estas ficciones no son capaces de distraer de la angustia más absoluta porque precisamente requieren de quien las ve un acto proactivo inicial, un deseo de creer que no se puede exigir ni a los auténticamente desesperados ni a aquellos que ni siquiera pueden soñar con que esa convención se pueda cumplir alguna vez en su propia vida, aunque de forma imperfecta. Solo una vez que se ha dado ese pequeño paso pueden reconfortarte con esas estructuras repetitivas que desdeñan la incertidumbre y nos anuncian una comunidad en la que por fin podríamos sentirnos nosotros mismos, amados y acogidos sin ninguna fisura.
Tal vez la idea que subyace en estas comedias es que siempre habrá un lugar al que regresar, que después de algunas peripecias se restaurará una Arcadia feliz, la perfecta comunidad sin conflictos. La experiencia cozy de la Navidad solo es posible si el centro comercial y sus tiendas brillan como templos de una promesa mejor, pero esa promesa no siempre brilla igual para todo el mundo. Para el mundo desencantado del adulto entristecido, la Navidad y las comedias románticas son el recuerdo de aquello que estuvo y ya no está: el regreso al tiempo de los espectros.
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