"En la 'Guía espiritual de Castilla', Jiménez Lozano intenta explicarse el mundo que él vive, su presente, y las raíces para su argumentación las encuentra en la historia, preguntándose cómo hemos llegado hasta aquí y qué nos ha hecho como somos. Ahí encuentra dos herramientas para mostrarlo: las personas y los lugares. Cuando lees ese libro, ya no vuelves a mirar con los mismos ojos". Son palabras del profesor titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra Antonio Martínez Illán, que lleva varios años buceando en el recorrido vital del Premio Cervantes. A su lado, con motivo del 40 aniversario de la publicación de ese libro, recorremos los escenarios de la infancia y adolescencia del abulense, que recupera y transfigura en su 'Guía espiritual de Castilla' enclaves de La Moraña (etimológicamente 'tierra de moros') como Arévalo y Madrigal de las Altas Torres, que, en plena posguerra y junto con sus enriquecedoras lecturas, le ayudaron a configurar y educar su mirada sobre las gentes y el mundo.
"Desde bien pequeño fue un gran lector. Leía en su casa cada día el 'Diario de Ávila' y novelas como 'Miguel Strogoff', acompañado de un mapa para rastrear sus aventuras. Quizá a través de su maestro, Rufino Gil, del párroco de Langa, don Baldomero, o ya en sus años en el Seminario en Arenas de San Pedro, donde ingresó a los catorce años, fue intensificando sus lecturas de infancia y adolescencia, y todo ello le fue marcando", asegura Martínez Illán. En sus cartas, confiesa haber leído junto a Jacinto Herrero a poetas como John Donne, Keats o Auden: "Leíamos a poetas ingleses en pésimas traducciones que nos dejaban con la boca abierta, o cosas mismas de Dostoyevski que apenas entendíamos", escribía. Y en una misiva a Jorge Guillén le contaba cómo ya en los años cuarenta (Jiménez Lozano nació en 1930) tenía una primera edición de 'Cántico' y situaba entre sus lecturas a Unamuno, Renan o Thomas Mann, configurando lo que definía como"una verdadera biblioteca de hereje".
"La gente de Langa que convivió con él en esos años le recuerda siempre leyendo. Él accedió muy pronto a autores como Shakespeare, Dante, Juan Ramón Jiménez, Azorín, Gabriel Miró, Baroja… y todas esas lecturas calaron en él", señala Martínez Illán, que recalca que, "para él, era verdad lo que leía". "Por así decirlo, la vida que va viviendo en la posguerra ratifica lo que encuentra en los libros. Ya siendo muy mayor, escribirá por ejemplo 'Se llamaba Carolina' (2016), que recoge su recuerdo de la representación de 'Macbeth' y de 'Hamlet' con una calavera de verdad que vio siendo muy joven en la biblioteca de su Langa natal, en los bajos del Ayuntamiento. Esos recuerdos de la infancia le dejan una huella muy clara que se hace presente una y otra vez", relata.
Una topografía del espíritu - Foto: RMestudios ICALAsí, señala cómo se vislumbra al propio Jiménez Lozano en el inquisidor Valtodano de su relato 'Su señoría en la tierra llana' (recogido en 'El ajuar de mamá', 2006), en 'El mudejarillo' (1992), en 'Precauciones con Teresa' (2015), en 'Sara de Ur' (1989) o en su autobiografía fabulada 'Memorias de un escribidor' (2018)… "Siempre hay un escriba, un narrador, que hace esos viajes. Y no se trata de meros viajes al pasado, porque con Jiménez Lozano el pasado es siempre 'res nostra', algo que está pasando. Cuando paseabas con él por Olmedo, y te hablaba de la casa que allí tenía el abuelo de Santa Teresa, te dabas cuenta de que lo que te contaba estaba pasando en ese preciso instante".
Para Martínez Illán, la propuesta del abulense conlleva "un juego muy simple": "Para él, todo aquello fue y sigue siendo verdad; la historia no solo tiene sentido cuando nos explica el presente, sino cuando la actualizamos. Por eso era tan amante de visitar los lugares que reúne en la 'Guía espiritual de Castilla', porque hacen la historia presente. Es algo bien diferente de la arqueología: el arqueólogo tiene que imaginar, reconstruir con las piezas que quedan. Pero lo que Jiménez Lozano propone es más bien una topografía del espíritu, porque siempre encuentra el alma de esos lugares y de personajes que han sido libres pese a toda la opresión que han tenido que soportar".
Una voz y una mirada propias
Una topografía del espíritu - Foto: Eduardo Margareto ICALPara Martínez Illán, la 'Guía espiritual de Castilla' es un libro que marca un punto y aparte en la trayectoria de Jiménez Lozano. Ve la luz en 1984, cuando el Premio Nacional de las Letras ya ha publicado sus cuatro primeras novelas, su libro de cuentos 'El santo de mayo' y sus primeros ensayos, pero "este es un libro distinto, donde él encuentra dos cosas decisivas en su obra: una voz y una mirada propias".
"La voz de Jiménez Lozano se ha ido haciendo en ensayos, novelas y cuentos, pero aquí parece contarnos una historia, y para contar las historias que él cuenta hay que haberlas interiorizado antes. Para él, todas esas andanzas de inquisidores, de Grajal o de Fray Luis no son expedientes fríos; toda esa historia es algo propio que siente que está vivo. Y por otro lado, él fija su mirada dónde encuentra la belleza, en lugares que son consuelo y hacen que la vida sea más vividera, donde sus personajes, seres oprimidos por la ideología del momento, hallan su espacio de libertad", desgrana.
"En la 'Guía' vemos a un narrador que ya no tiene dudas sobre cuál es su voz, y esa voz está hecha en buena parte por aquello que mira", apunta a Ical antes de recordar que Jiménez Lozano creció en La Moraña (un espacio fundamental en algunos episodios clave de la historia de España) durante los años de la posguerra, en los cuales "todo cuanto guardaba relación con los Reyes Católicos se resignificó de la mano de la propaganda del franquismo hasta conformar una idea muy concreta de lo que era Castilla". En ese sentido, "frente a lo que el franquismo quiso que fuera Castilla, él propondrá una visión nueva, que resulta ser muy heterodoxa porque la construye a partir de los heterodoxos, una serie de hombres y mujeres que vivieron en los márgenes".
Una topografía del espíritu - Foto: Eduardo Margareto ICALJunto a su padre Eugenio, y sobre todo junto a su abuelo materno Manuel Lozano (ambos fueron secretarios de Ayuntamiento), un pequeño José Jiménez Lozano viajaba cada martes a Arévalo, la capital de la comarca y cabeza de juzgado, a "arreglar papeles" o al mercado en los años del extraperlo en plena posguerra. "Él era un niño y, lógicamente, escuchaba las conversaciones de mayores que se producían a media voz en las salas de espera de la notaría, del registro o del juzgado, intentando descifrarlas", señala antes de advertir: "Arévalo es el primer sitio de referencia donde acude más allá de Langa y donde ve el mundo. Allí descubre entre susurros y de una forma muy precoz algo que siempre aborrecerá, al igual que le sucedió a su querido Fray Luis de León: el mundo de la política y del poder".
Arévalo como ventana al mundo
Para Martínez Illán, "Arévalo reúne muchas cosas" que ayudan a desentrañar la 'Guía espiritual de Castilla'. La villa es protagonista en el capítulo 'El románico de ladrillo', dedicado al mudéjar, que el abulense describe con cierta ironía como "otro románico mudo que no cuenta historias" y, acto seguido, como "una transacción o una ósmosis con lo islámico". En ese bloque, uno de los más amplios del libro, alude a no pocos espacios, desde Becerril a Villalón, desde Sahagún a Mojados, o Alcazarén, donde se refugió durante buena parte de su vida, pero para Martínez Illán es Arévalo probablemente el origen de esa fascinación, "la cuna donde quizá mejor se pueda apreciar el arte mudéjar en todo su esplendor".
Una topografía del espíritu - Foto: Eduardo Margareto ICALComo ejemplo decisivo, en las afueras de Arévalo, en los márgenes que tanto le gustó reivindicar a Jiménez Lozano en toda su narrativa, se erige La Lugareja, uno de sus lugares más queridos. El edificio, "un caso muy singular de románico-mudéjar" según escribe en la 'Guía espiritual', encarna como pocos para Martínez Illán "el matrimonio entre el Císter y lo islámico" y "la unión entre dos estéticas y dos teologías como la oriental y la islámica". "En realidad, a lo largo de todo el recorrido que plantea en la 'Guía', refleja una búsqueda constante de la huella oriental en Castilla. En ese sentido, muchas cosas confluyen en La Lugareja, una antigua mezquita que veía al lado de la carretera cada vez que venía a Arévalo, y que simboliza la unión de los dos románicos de los que habla en el libro: el de piedra y el mudéjar. Al entrar en ella se puede ver el encuentro de esos dos mundos, que en realidad son dos teologías diferentes y dos formas de mirar la realidad sobre las que se ha ido construyendo la identidad de Castilla y su alma", explica el investigador.
Para él, quizá buena parte del resto de espacios a los que alude en la 'Guía espiritual de Castilla' y que fue descubriendo años después no son sino "rememoraciones" de La Lugareja, un lugar que encarna y simboliza "la tranquilidad, la paz y el apartamiento", y que conecta con "aquellos que han encontrado la belleza en la ausencia, en el ir alejándose del mundo". "Y enseguida nos queda sugerida en aquel espacio, con su luz y blancura, la presencia del Invisible, que visita el corazón del hombre en medio de la ausencia de toda figura", escribe sobre tan evocador edificio Jiménez Lozano.
Acto seguido, el escritor se centra en la impronta del mudéjar en el hábitat urbano de la villa: "Quedan esplendorosos restos de toda esa cultura islámico-mudéjar. […] Torres y barbacanas, hermosísimos puentes de acceso a las ciudades, memoria de los arrabales y de la morería, o del Albaicín o barrio de los de Baeza, en Arévalo concretamente", relata, para referirse posteriormente a San Martín, "una iglesia que fue mezquita y en la que luego se celebró culto islámico y cristiano a la vez". Así, alude a su torre ajedrezada como "un precioso alminar desde donde el muecín llamaba a la oración" en toda La Moraña. Ese mismo templo, aclara Martínez Illán, acogió un congreso eucarístico con toda la pompa del nacionalcatolicismo de la época cuando Jiménez Lozano apenas tenía catorce años (justo antes de solicitar el ingreso en el Seminario de Arenas).
En la 'Guía espiritual', completa su descripción de San Martín (hoy espacio de exposiciones rebautizado como 'Collegium') aludiendo a "la otra torre románica que hermana con esta, y a la vez con su atrio románico de piedra", para, a continuación, cruzar con sus palabras la empedrada Plaza de la Villa y centrarse en el templo que aguarda al visitante en el otro extremo de la amplia plaza: la iglesia de Santa María, "también mudéjar, naturalmente" y "adosada a la puerta de la muralla".
Como el propio abulense escribía en 'Mis rutas y homelands' (2006), será en esa Plaza de la Villa donde encontraría inspiración para 'El mudejarillo' "un día de bochorno de verano", cuando se puso a hablar con "una niña entre los muchachos que estaban bajo los soportales". "Me dijo que su abuelo había sido pocero y tenía siempre agua fresquita, y un candil que nunca se apagaba para bajar al pozo. Parecía una mudejarilla, y creo que de ese encuentro nació mi relato del mismo nombre", relataba el Premio Cervantes en una cita que presidía la placa, inaugurada en 2021 y hoy vandalizada, en homenaje al escritor en un monolito en el Mirador del Adaja de Arévalo.
De regreso a la 'Guía espiritual', entres sus descripciones de Arévalo ubica en esa Plaza de la Villa el lugar donde "jugueteó Juan de la Cruz, muchacho de arrabal", uno de esos personajes en los que se apoya el abulense para desentrañar la madeja de la historia que nos conforma. A él, otro de sus inseparables cómplices vitales que configuraron su imaginario en sus primeros años, le dedica otro de los capítulos del libro, el titulado 'Una tumba, en Fontiveros', donde reimagina la infancia de Juan de Yepes, nacido a apenas quince kilómetros de su Langa natal. Negro sobre blanco, Jiménez Lozano recuerda cómo la familia de Juan, cuando él apenas contaba cinco años, "se ve obligada a emigrar a Arévalo, donde vivió intramuros, en la Ronda de la Iglesia de San Pedro, hoy desaparecida, pero también entre los pobres y menestrales moriscos".
Recogimiento y resistencia, en Madrigal
Para Antonio Martínez Illán, "es Madrigal de las Altas Torres, muy cerca de Villanueva del Aceral, de donde era su madre y sus abuelos maternos, quizá el sitio más próximo en su infancia" para Jiménez Lozano. Este enclave adquiere una resonancia especial además en su biografía, ya que es allí donde nombran a su amigo del alma Jacinto Herrero capellán de las monjas agustinas del Monasterio de Nuestra Señora de Gracia, antiguo Palacio de Juan II de Castilla y casa natal de la reina Isabel I la Católica.
A la villa llega en el capítulo 'El Cantar de los Cantares en Castilla', donde se centra en la "aventura intelectual, pero también del lenguaje y de la sensibilidad, que se dio en pleno corazón de Castilla". De esa forma, dirige su mirada hacia otros versos libres de la historia que se toparon con las cárceles inquisitoriales, como el vallisoletano Gaspar de Grajal, el salmantino Martín Martínez de Cantalapiedra, el granadino Alonso de Gudiel y, principalmente, el conquense Fray Luis de León, uno de los poetas más importantes del Renacimiento.
"Llega Jiménez Lozano en su 'Guía espiritual' a Madrigal, buscando el convento de agustinos que había extramuros donde Fray Luis vivió sus últimos días en 1591, y no lo encuentra; pero sí encuentra el Monasterio de Nuestra Señora de Gracia", apunta Martínez Illán sobre un recinto que, para el abulense, "guarda una hora harto singular de la historia de España". "El refectorio monacal, una vieja sala de embajadores, llena el espíritu con su simplicidad y austeridad de muchas aprensiones, y trae muchas memorias. La de Port-Royal, por ejemplo", escribe Jiménez Lozano en alusión al convento cisterciense que inspiró 'Historia de un otoño' (1971), su primera novela, donde relata la resistencia de las monjas frente al rey y su libertad de espíritu, encarnando "un jansenismo 'avant la lettre'" frente a la arbitrariedad de los poderosos.
En la planta superior, en una estancia aneja a la habitación real, presidida por el retrato de los Reyes Católicos, descansa humilde "una virgencita morisca o mudéjar con su vestido de color verde-azul y rojo y con cenefas, su morenez y su insignificancia: es una pobre muchachita con su niño en brazos y sus ingenuos ojos pensativos".
Jiménez Lozano cierra ese capítulo recordando que, "como todos los otros", Fray Luis de León pagó "con la cárcel y el sufrimiento o hasta la misma muerte" su capacidad para "entender mucho más profundamente que el resto de los cristianos occidentales el 'pathos' poético y los matices antropológicos o culturales que hay en la Escritura". En ese sentido, remacha su texto con lo que el fraile escribió al entrar en prisión en Valladolid, víctima de la inquisición, recordando el monasterio de agustinas de Madrigal, solicitando al prior del monasterio que le envíe una caja con los polvos que solía preparar Ana de Espinosa, una de las monjas allí internadas, para aliviar sus "melancolías y pasiones de corazón". "Ella sola los sabe hacer, y nunca tuve de ellos más necesidad que ahora", relataba Fray Luis.
"Para Jiménez Lozano, la libertad espiritual es la definitiva. Nos pueden robar otro tipo de libertades, metiéndonos en una cárcel, por ejemplo, pero él va mostrando a través de estas vidas cómo es posible salvaguardar esa. Nos habla de un Fray Luis que es muy libre en su conciencia, respondiendo ante el Tribunal de la Inquisición. Para ser libre, Fray Luis lo único que necesita es que le lleven el comentario a los salmos de San Agustín y desde el monasterio de Madrigal esos polvos de Ana de Espinosa, del mismo modo que el propio Jiménez Lozano, para ser libre, lo único que necesitaba era estar en Alcazarén, salir del mundo, en la compañía de unos pocos libros y vidas, lejos del juego del poder y las ambiciones", concluye Martínez Illán.