Al poco tiempo de empezar a trabajar en la Catedral de Burgos, allá por el año 2003, llegó a mis manos una fotografía que atrajo irresistiblemente mi atención. En ella se podía ver a un grupo de personas observando con gran expectación cómo otras tres examinaban un cadáver momificado. Por su composición, la imagen me evocó la famosa Lección de anatomía de Rembrandt, y enseguida despertó en mí un torrente de cuestiones. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué hacían ahí reunidas? ¿A quién pertenecían los restos que estaban examinando? Pregunté a un veterano compañero al respecto, el cual me remitió a un extraordinario artículo escrito por don Nicolás López Martínez, por aquel entonces canónigo chantre de la catedral. Dicho artículo constituye la base de lo que ahora voy a contar.
Nuestra fotografía fue tomada en el marco de las labores de restauración llevadas a cabo durante los años 1999 y 2000 en la capilla de San Enrique, situada en el brazo sur del transepto de la catedral, junto a la magnífica portada del claustro alto. En esta capilla, en lo alto del muro sur, embutidos en un ventanal cegado, se podían apreciar dos frontales de sepulcros románicos que llamaban la atención fundamentalmente por tres motivos: porque se encontraban en un ámbito barroco, porque en la catedral apenas se conservan restos románicos y por el lugar tan apartado en el que estaban. Lo que tradicionalmente se decía acerca de ellos era que se trataba de dos sepulcros procedentes de la catedral románica que contenían los restos de obispos de las antiguas diócesis de Oca y Valpuesta.
En el archivo catedralicio se custodia un testimonio documental muy interesante en el que se mencionan los sepulcros, un extenso memorial elaborado con motivo de la visita a la catedral de Burgos del rey Felipe II en 1592. En él, al hablar de la capilla gótica de San Andrés y la Magdalena, capilla que posteriormente, en la segunda mitad del siglo XVII, se uniría con la contigua de Santo Tomás de Canterbury para conformar la actual capilla de San Enrique, se dice lo siguiente: «Sobre vn arco de la mesma capilla, en los sepulchros altos, están los cuerpos de algunos obispos que huuo en Oca antes que esta yglesia fuesse trasladada a Burgos, que fueron también trasladados con ella». Por lo tanto, como podemos ver, los sepulcros ya se encontraban en el ventanal antes de construirse la capilla de San Enrique.
Pues bien, durante los mencionados trabajos de restauración, se decidió, muy acertadamente, extraer los sepulcros del ventanal y verificar su contenido. Así, los sarcófagos fueron bajados, limpiados externamente y trasladados a la capilla de San Nicolás, al otro extremo del transepto, en el lado norte. Esta capilla, la más antigua de la catedral, constituía el entorno adecuado para el depósito y exposición de los sepulcros. Fue en ella donde se tomó nuestra fotografía, pues en ella fue donde se procedió a abrir los sarcófagos.
APERTURA DE LOS SARCÓFAGOS
En este punto el artículo de don Nicolás parece el guión de una película de Indiana Jones. La tarde del 10 de mayo de 1999, estando presentes el arzobispo de Burgos (don Santiago Martínez Acebes), dos médicos (uno de ellos forense), dos arqueólogas, una representación de la Junta de Castilla y León, el presidente del Cabildo y varios canónigos, se procedió a abrir los sarcófagos. La aglomeración de tanta personalidad en un espacio tan reducido como el de la capilla de San Nicolás, una de las más pequeñas de la catedral, tuvo que ser digna de ver.
Solamente uno de los sarcófagos tenía tapa, la típica cubierta a doble vertiente o en albardilla tan utilizada en los sepulcros medievales. Ese sarcófago se encontraba superpuesto al arca del otro de tal manera que le hacía de cierre. Por lo tanto, el conjunto estaba formado por tres elementos superpuestos: dos arcas y una tapa. Cada arca contenía un ataúd de madera de un metro de largo y 30 centímetros de ancho aproximadamente.
El ataúd del primer sepulcro (el que carecía de tapa) se encontraba cubierto por ricas telas medievales que recordaban, según don Nicolás, a las de algunos sepulcros reales del monasterio de las Huelgas, y contenía, entre restos de ramos de flores, el esqueleto completo de un bebé. Los médicos presentes no pudieron determinar su sexo y fijaron su edad entre los 6 y 9 meses. También sugirieron la posibilidad de que la humedad de las flores hubiese impedido la momificación natural del cadáver.
En el ataúd del segundo sepulcro, que estaba igualmente envuelto por telas similares a las del panteón de Las Huelgas, yacía el cadáver momificado de una niña de entre 2 y 4 años. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y parecía haber sido enterrada desnuda con un simple sudario sobre la cabeza, sudario que, con el tiempo, se había convertido en una costra adherida al rostro. Se trata, evidentemente, de los restos que protagonizan nuestra fotografía.
DOS INFANTES DE CASTILLA
¿A quién pertenecían esos restos? Don Nicolás lanzaba la hipótesis de que pudieran pertenecer, nada más y nada menos, que a dos infantes de Castilla: don Sancho (†1181), primer hijo varón de Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra y, por lo tanto, heredero al trono de Castilla; y doña Sancha (†1184/1185), el tercero de los hijos de los citados monarcas. Pero, ¿por qué descansan en la catedral de Burgos y cómo llegaron a la capilla de San Andrés y la Magdalena?
Es sabido que Alfonso VIII deseaba que el monasterio de las Huelgas se convirtiera en su panteón familiar, pero, cuando fallecieron nuestros infantes, la abadía cisterciense todavía estaba en obras, por lo que no resulta descabellado pensar que el rey castellano ordenara dar sepultura a sus dos primeros hijos fallecidos en el presbiterio de la antigua catedral románica de Burgos. De hecho, hay que señalar que los sepulcros de la catedral guardan muchas semejanzas estilísticas con otro del panteón real de Las Huelgas, el de la infanta doña Leonor, hija también de Alfonso VIII.
Posteriormente los sepulcros pasarían al altar mayor de la catedral gótica, donde permanecerían hasta que se optó por cerrar los arcos de la girola con los relieves de Felipe Vigarny (1498-1503), o bien hasta que se decidió elevar el presbiterio para colocar el actual retablo mayor (1562-1580). Fue probablemente en uno de esos momentos cuando se trasladaron los sarcófagos. Y, efectivamente, tal decisión solo se explica porque pensaran que contenían restos de antiguos obispos. Resulta llamativo que nadie reparara en la escena central del frontal del primer sepulcro, pues en ella se plasma la muerte de un niño en el lecho y, encima, dos ángeles conduciendo su alma al cielo, alma representada como el busto de un niño coronado, ¿el infante don Sancho?
Don Nicolás cerraba su artículo con estas bellas palabras: «Enternece pensar que, andando el tiempo, se olvidaron de ellos pero, ya que no fueron llevados junto a sus familiares a las Huelgas, sus sepulcros han estado hermanados, formando casi uno solo, durante ocho siglos, en la Catedral». ¿Qué pensaría el sabio canónigo al ver en la actualidad los sepulcros desafortunadamente separados al haber sido trasladado uno de ellos, el del infante don Sancho, al claustro bajo de la catedral hace ya unos cuantos años?