Durante muchos, muchos años, la muerte del burgalés Fermín Monasterio fue un misterio para el entorno más cercano de su familia: vecinos, amigos, conocidos... Más que un misterio, fue una mentira provocada por el miedo: en aquellos años, en el País Vasco, ser víctima del terrorismo de ETA era un baldón, un estigma que podía mover a la desconfianza, al desprecio y al vacío social. Más aún cuando Fermín Monasterio, natural de Isar y residente en Bilbao, adonde había emigrado para ganarse la vida como taxista, se había convertido en la primera víctima civil de aquella banda que solo un año antes había cruzado la línea invisible, asesinando al guardia civil Antonio Pardines y a Melitón Manzanas, jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, dando inicio a una terrible carrera de sangre, dolor y muerte que se prolongaría durante muchas décadas.
De cómo se llegó a esos primeros crímenes de Pardines y Manzanas en 1968 habla la recién estrenada serie de televisión La línea invisible. Recordamos aquí el primer asesinato que siguió a aquellos, y que tuvo como víctima al burgalés Fermín Monasterio, a quien se le arrebató la vida solo un año después, en abril de 1969. Sucedió en la localidad vizcaína de Arrigorriaga. Dori Monasterio, una de las tres hijas de Fermín, contaba a este periódico hace dos años que su padre acababa de estrenar coche. Y que estaba orgulloso y encantado. La vida le sonreía a esta familia de emigrantes (la mujer de Fermín, también burgalesa, de Las Quintanillas). Sus tres hijas -Charo, Dori y Marimar- eran una niñas estupendas y vivían humildemente pero muy felices.
Aquel fatídico día de julio, evocaba Dori, comieron todos juntos. Tras una breve sobremesa, el cabeza de familia se despidió cariñosamente y se marchó a trabajar con su flamante taxi, el primero que ya era de su propiedad. Ellas pasaron la tarde haciendo recados, que remataron en el Casco Viejo con un chocolate con churros. De regreso a casa, la mujer y las hijas de Fermín Monasterio no pudieron sustraerse al jaleo de sirenas, coches de Policía y Guardia Civil y multitud de gente que se arracimaba en torno a uno de los edificios del centro del Botxo. Sabrían después que aquel tumulto se debía al descubrimiento de un piso franco de ETA y a la detención de quienes allí se ocultaban. De todos, salvo de uno, que logró zafarse del cerco policial, y aunque herido, huir.
El dolor de un familia. El fugitivo se llamaba Miguel Etxebarría Iztueta, alias Makagüen. En su huida hacia adelante, se cruzó con Fermín Monasterio, al que a punta de pistola obligó a trasladarle lejos de allí. No tuvo entrañas el etarra: pese a que Fermín le sacó del ojo del huracán -le llevó a la cercana localidad de Arrigorriaga-, cuando se bajó del coche, antes de proseguir con su fuga, le descerrajó cuatro tiros a quemarropa. Cuando Rosario y sus hijas llegaron a casa, el portal estaba atestado de gente. Un compañero de Fermín se acercó a su mujer y le dijo que su marido había tenido un accidente y que fuera rápidamente al hospital. Presa de dolor y de pánico, la burgalesa dejó a las niñas con unos familiares. Cuando regresó, destrozada, contó lo sucedido. Dori contaba que su hermana mayor salió corriendo de casa y estuvo desaparecida. Y que su madre se acercó a ella sin paran de llorar diciendo sólo estas palabras: "Lo han matado, lo han matado".
La ausencia de Fermín, a quien Dori siempre recordará como un hombre "alegre, divertido, cariñoso", partió la vida de las cuatro mujeres por la mitad. "Fue un desastre, un dolor inmenso, incomprensible. Nos quedamos sin padre. Nos destrozó totalmente", evocaba Dori. Su existencia, en adelante, fue muy dura. Casi heroica. Rosario peleó hasta el infinito para sacar adelante a su prole. Pero todas ellas vivieron siempre en una suerte de perversa tiniebla: eran víctimas de ETA en un momento en que la formación terrorista tenía tanto poder como predicamento; había impregnado el alma de todo ese pueblo. Nada pasaba, ni podía pasar, sin su presencia ominosa. Se sintieron inmensamente solas. Terriblemente solas. Injustamente solas. Aunque hubo excepciones, la sociedad les dio la espalda. "Nosotras estuvimos absolutamente olvidadas por todos. Al dolor tuvimos que añadirle una enorme soledad", recordaba Dori Monasterio.
Se pasaron media vida ocultando la verdad, contando que su padre había muerto en un desgraciado accidente. Fue, confesaba Dori, una suerte de trinchera, de cota de malla de defensiva. Lo asumieron con dolor pero con resignación para poder seguir viviendo, aunque jamás olvidaran. El suyo es un ejemplo que vale para cuanto aconteció en el País Vasco durante décadas: la gente callaba y callaba por miedo porque todo conspiraba contra la libertad y la verdad. Cuando todo empezó a cambiar, aunque fuese demasiado tarde, las Monasterio también lo hicieron, con Dori, que siempre fue valiente, a la cabeza. Empezó a contarlo. Sí, a contarlo. Sin mentiras. Sin miedo. Desde hace años, colabora con Gogora el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos que tiene su sede en Bilbao: participa en centros escolares ofreciendo su testimonio a los más jóvenes, a los que han tenido la suerte de no vivir en una sociedad envilecida por el terror. Compartir sus sentimientos le ha ayudado a evolucionar para mirar al futuro.
Cuando ETA anunció que se extinguía, Dori Monasterio sintió alivio. Trabaja por la paz y la convivencia con dos deseos: que nada de esto vuelva a ocurrir y que no se olvide nunca. "No podemos olvidar. Yo, como víctima, lo único que quiero es que esto no se olvide. Han sido casi sesenta años de asesinatos, secuestros, amenazas, impuestos revolucionarios, chantajes, miedos... Para no conseguir nada salvo sembrar dolor y odio".