Andersen,el cuentista en Burgos

Beatriz S. Tajadura / Burgos
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El escritor de cuentos infantiles Hans Christian Andersen moría un 4 de agosto de 1875. El creador de La sirenita, El patito feo o El soldadito de plomo visitó Burgos en sus últimos años de vida. Y probó el frío

Andersen - Foto: diariodeburgos.es

Hans era un niño maravilloso. Se inventaba historias mientras hacía sus labores del hogar. Era capaz de imaginarse a un ogro dentro del cubo de basura y a una triste doncella atrapada bajo la alcantarilla. Cuando su madre le pedía que recogiese dinero de las calles, el pequeño Andersen aventuraba una búsqueda de pepitas de oro.

Y así pasaban sus días, felices y encantados, aunque inmersos en la pobreza. Su padre era un humilde zapatero. Su madre, una lavandera. ¿Recuerdan el cuento de la pequeña cerillera? En la última noche del año, una niña descalza se acurruca en la calle, muerta de frío. Es tan pobre que se dedica a vender cajitas de fósforos. En medio del viento gélido, su único consuelo es sacar una de las cajitas que nadie ha comprado. Y prende una cerilla, sintiendo el delicioso calor entre sus manos.

Así era su madre. Andersen escribió el cuento de la vendedora de fósforos pensando en ella.

La familia vivía en Dinamarca, en una ciudad llamada Odense, fría y eternamente invernal, como en el cuento. El pequeño Andersen se quedó sin padre cuando solo tenía 11 años. El zapatero siempre había sido enfermizo y de salud endeble. El pobre Andersen lloró desconsoladamente. Había querido mucho a su padre. Él había alimentado su imaginación y le había enseñado a construir un teatro de títeres con cartones del vertedero.

Quién iba a pensar que aquel muchachito, de cara sucia y guantes sin dedos, que pedía por las esquinas, se convertiría en uno de los mayores escritores infantiles de todos los tiempos. Quizá en su cabeza ya estaba el germen de La sirenita, El patito feo, El soldadito de plomo o El nuevo traje del emperador. Quién sabe.

Cuando murió su padre, en 1816, Andersen no volvió a aparecer por la escuela. En su lugar, le entró una especie de fiebre por los libros. Empezó a leer como un loco obras de Shakespeare, de Goethe, leía todo lo que pillaba. Devoraba libros con la misma facilidad con que alguien se hubiera zampado un guiso.

Su madre estaba preocupada por él. Su hijo no parecía el mismo. Seguía inventando historias e imaginando aventuras fantásticas, es verdad, pero ahora siempre estaba rodeado de libros, como una obsesión. Intuía que algo estaba a punto de cambiar, algo importante. Y efectivamente, así fue. Todas aquellas lecturas al final dieron su fruto. Cuando Andersen tenía solo 14 años, se escapó de casa.

Desde aquel momento, nada volvió a ser igual. Huyó a la capital, a Copenhague, y en su ciudad natal no volvieron a saber de él hasta casi veinte años más tarde. Para entonces, Hans Christian Andersen se había convertido en un escritor establecido. Había publicado poemas, obras de teatro, libretos para ópera y sobre todo cuentos, muchos cuentos.

También se había recorrido medio mundo. Andersen siempre fue un amante de los viajes. Lo que de niño imaginaba en su cabeza, durmiendo bajo un puente de piedra, de adulto lo convirtió en realidad. Recorrió Europa de arriba abajo. Se enamoró de Berlín, no escatimó días en Roma y como no podía ser de otra manera, se pateó a España tras muchos años soñando con ella.

ANDERSEN llega a BURGOS. «También yo soñaba con España; soñaba con los ojos abiertos y la mente despierta, a la expectativa de lo que iba a desplegarse ante mis ojos», cuenta.

No solo escribía cuentos para niños. Andersen era escritor las veinticuatro horas del día. Cargaba siempre con una libreta y, cosa que le llamaba la atención, cosa que anotaba. Gracias a su pluma prolífica hoy conocemos sus impresiones sobre la península. Lo cuenta todo en su libro Viajes por España, como quien veranea en el extranjero y va anotando sus experiencias.

Pues bien, Andersen entró a la península por los Pirineos y se la recorrió entera desde Barcelona, Valencia, Málaga y luego subiendo por Toledo. Fue ahí, a la vuelta, cuando el escritor se dejó caer por Burgos.

Ahora, piense el lector: ¿cuál fue su primera impresión de la ciudad? Si ha vivido aquí toda su vida y la pregunta le resulta extraña, intente recordar entonces la primera impresión de un familiar o de alguna visita que haya recibido en los últimos años. ¿Qué opinan de Burgos los españoles?

He aquí el comentario de nuestro escritor: «Allí la nieve se amontonaba en las calles, hacía un frío glacial; el viento entraba por orificios y rajas, y en las habitaciones y en los pasillos había una corriente tremenda». Y hete aquí que el infeliz se preguntaba: «¿Estoy realmente en España, en un país cálido?». No, señor. Usted está en Burgos. En un universo paralelo, donde reina el invierno y el viento del norte.

El pobre señor Andersen corrió a refugiarse en una posada. Por aquel entonces la mejor era la fonda de la Rafaela, situada en la esquina de la calle Vitoria con la plaza de la Libertad, justo en la oficina del BBVA. El escritor llegó acompañado de un jovencísimo amigo. Lo primero que hicieron nada más entrar fue pedir una chimenea. «Estábamos ateridos -se lamenta- y resultó que no había chimenea. Nos trajeron un brasero y tuvimos que calentarnos los pies y manos sobre las ardientes brasas».

FRÍO, NIEVE Y A PUNTO DE MORIR. Su paso por Burgos no pudo salir peor. El señor Andersen quería visitar la tumba del Cid, la catedral y San Pedro de Cardeña. Habían desviado la trayectoria del viaje solo para verlos. «Pero es que no hacía tiempo en absoluto para salir a la calle», gemía desolado.

Lo de San Pedro de Cardeña lo dieron por perdido. Vamos, imposible ir hasta allá. Andersen, esperanzado, rezó por que al día siguiente mejorase y al menos pudiese entrar a la catedral. Así que los dos viajeros, temblando como flanes, se fueron directos a la cama. ¿Qué otra cosa podían hacer? Cerraron los ojos y a dormir. Pobrecillos. No sabían lo que les esperaba.

«Estuvimos a punto de sacar billete para el gran viaje a la eternidad», escribe Andersen. O lo que es lo mismo: que a punto estuvieron de irse al otro barrio. Resultó que se habían metido la estufa a la habitación y olvidaron apagarla antes de acostarse. A media noche se despertaron. Hacía un calor sofocante en la habitación y apenas se podía respirar. «Por poco morimos atufados. Llamé a Collin (el compañero de viaje), pero él estaba todavía más mareado». Así que Andersen, con gran esfuerzo, salió de la cama dando tumbos y se arrojó contra la ventana. Tenía que abrirla, tenía que entrar oxígeno en aquella habitación.

«Alcancé el balcón, pero las hojas de la puerta se habían pegado. Sentí un gran angustia y pesadez, hice acopio de fuerzas y, finalmente, pude abrir; la nieve se coló volando». Andersen respiró. Y como dándole la bienvenida, como en una broma de mal gusto, la nieve le pega en la cara. ¿Se imaginan que el gran escritor hubiese muerto aquella noche, a causa del frío de Burgos? Imperdonable.

DENTRO DE LA CATEDRAL. Esperen, que aún hay más. Con gran empeño (y sin soltar el pañuelo para el catarro), se calzaron las botas y marcharon hacia la catedral. «Todo el día estuvimos indispuestos y no nos llegó ni el consuelo ni la mejora del tiempo», cuenta el maltratado Andersen. «Con llovizna y aguanieve fuimos a rastras hasta la catedral, semioculta entre las casas de unas callejuelas, pero grande y magnífica, con sepulturas monumentales y capillas». Hay que ver la valentía de este escritor.

Menos mal que la cosa ya mejora. La tos y el esputo no habían desaparecido, pero de ahora en adelante Andersen se deshace en elogios a la catedral, la Cartuja de Miraflores e incluso gasta una página entera relatando la historia del Cid. Se quedó sin ver su tumba, no obstante: «El tránsito a pie era imposible, y otro tanto en coche, pues la nieve alcanzaba gran altura».

EL COLECCIONISTA DE MUELAS. En total, estuvieron tres días en Burgos. El último no salieron de la fonda de la Rafaela. Del hotel, como quien dice. Lo que les pasó allí dentro merece ser conocido.

Al principio fue todo bien. Andersen y su acompañante bajaron a la sala de estar, donde el resto de huéspedes conversaba amigablemente. Había españoles, franceses y un par de extranjeros más. En torno suyo, las ventanas temblaban. El tiempo empeoraba fuera mientras los huéspedes calentaban las manos en torno a la estufa.

Ustedes también lo habrán sentido. Mientras en la calle nieva a destajo y sopla un viento lacerante, ustedes están calentitos en su casa. Y miran a través de la ventana, como riéndose del temporal y del pobre desdichado que se tambalea por la calle. Esa sensación hogareña, tan deliciosa y placentera, es la que sintieron los huéspedes aquella noche.

Se creó una intimidad entre ellos. Tanto, que terminaron contándose sus pecados. Uno coleccionaba plumas antiguas, otro cajitas de rapé (tabaco en polvo que se esnifa), y hasta un tipo que reunía dientes de gente desconocida. Tenía un molar de un ladrón, otro de un peluquero, un colmillo de una cantante. En fin. Andersen estaba con la boca abierta.

entre fulanas. Y muy a gusto y habladores todos, confesando sus insólitas querencias, cuando entraron un grupito de fulanas. Andersen es más educado. Él las llama «personas de visita». «Cuanto más animado estaba uno comiendo, llegaban personas de visita, cogía una silla y se sentaba detrás de su víctima».

Y por si eso fuera poco, las fulanitas tenían apoyo, porque a veces se acercaban también dos de las criadas, que eran incluso peores. «Las criadas poseían una increíble desvergüenza, como no la conocimos en ninguna taberna española», asegura Andersen. «Las muchachas en esta casa son auténticas fulanas. Empezaron a meterse con Jonás (otro compañero) y conmigo, nos metieron mano, entraban y salían a cada momento, por ellas no había inconveniente si nosotros quisiésemos».

Mala suerte tuvo el viejo Andersen. Si exceptuamos la catedral y el resto de monumentos (que no pudo visitar), hay que reconocer que Burgos le dejó con mal sabor de boca. «Llevábamos ya tres días en Burgos. La nieve continuaba cayendo y se decía que pronto cerrarían el paso a los trenes- se le nota un tono angustiado- La idea de quedarnos aquí no me hacía ninguna gracia».

con chanclas por la nieve. ¿Qué hacer? Si no podían salir de Burgos y si la fonda estaba llena de fulanas acechantes. Andersen no quería irse sin ver el arco de Santa María. Les pillaba cerca (desde la calle Vitoria), así que ahí se marchó el escritor. Y vaya, qué agallas.

Coraje hay que tener para enfundarse en abrigo de invierno, acoplarse unas chanclas a los zapatos, para proteger la suela, y salir armado con un paraguas, tipo caballero andante. Allí iba Andersen, el escritor. Imbatible e infatigable. Goteándole la nariz, con las manos rojas por el frío y dejando a las espaldas las ventanas iluminadas de la fonda. Mejor no volver allí, mejor agarrarse una pulmonía.

Al día siguiente por fin aclaró el tiempo. Andersen azotó a su acompañante para que hiciese el equipaje. ¡Vamos, vamos! Había asomado un rayito de sol. Ay, sí. «Pero solamente por un par de minutos», gime el escritor. «Pues enseguida volvió a encapotarse el cielo y cayó más nieve».

En cuanto pudo, salió escopetado hacia los Pirineos y cruzó la frontera. En Francia era primavera.

Hoy se cumple el aniversario de su muerte. Esperemos que Hans Christian Andersen, aunque sea desde la tumba, sepa olvidar sus desventuras en Burgos. Y se quede con los buenos recuerdos de la Catedral, con la épica historia del Cid y con los elogios al Arco de Santa María. La autora de este humilde reportaje cruza los dedos.