Hay cosas con las que en España no conviene jugar por nada del mundo, al menos si uno aspira a vivir tranquilo y que no paren de escarnecerlo a toda hora por la calle, y una de ellas es la supuesta cualidad inmutable de ciertas esencias colectivas que nos singularizan frente al resto de los países del planeta. Menuda la que ha formado esta última semana, por pretender enredar con esas propiedades medulares del alma hispánica, la señora ministra de Trabajo, vapuleada a modo por comentar que a lo mejor no es del todo razonable que los restaurantes de nuestro país permanezcan abiertos a la una de la madrugada.
La presidenta de Madrid, cómo no, ha aprovechado la ocasión para sacar de nuevo a pasear el fantasma del comunismo y presumir de ese curioso concepto gastronómico-festero de la libertad de los pueblos que ella misma dio en alumbrar en su día, y, en general, la derecha española ha tocado a rebato para cargar contra Yolanda Díaz por pretender convertirnos en aburridos escandinavos de la noche a la mañana, según concluyen algunos estupefacientes análisis.
Uno, que no se diría en rigor enemigo de los placeres nocturnos, observa sin embargo con pasmo cómo los españoles nos mostramos adecuadamente contritos cuando The New York Times o el Berliner Zeitung nos afean el desbarajuste de nuestros disparatados horarios, pero hacemos mofa y befa de quienes en nuestro propio país sugieren que instaurar una jornada laboral más sensata no solo no perjudicaría al ramo de la hostelería, sino que nos permitiría disponer de más y mejores tiempos de ocio, entre otras muchas ventajas.
Quizás habría que empezar por preguntarnos si la costumbre de comer a las tres de la tarde, las siestas prolongadas y que nuestro programa favorito de la televisión comience a emitirse pasadas las diez de la noche, lejos de constituir algunas de las eminentes virtudes que nos son connaturales, no habrían de juzgarse sino como excepciones que no contribuyen precisamente a mejorar nuestra salud y que podríamos ir reconduciendo poco a poco sin menoscabo alguno de nuestro temperamento colectivo. Pero para eso parece que todavía no ha llegado la hora.