La gente que, como él, no debería morirse nunca, suele marcharse siempre con algún guiño luminoso. En el caso de Jorge Villalmanzo, enamorado a perpetuidad de la primavera, han sido los ciruelos salvajes de esta ciudad, que han estallado todos en flores blancas y malvas para decirle hasta la vista, amigo, hasta siempre. Su muerte repentina y a traición en la tarde noche de ayer en forma de infarto ha devuelto súbitamente al invierno a una ciudad cuya actividad cultural no podría comprenderse desde hace lustros sin el concurso de este hombre orquesta, de uno de los más entusiastas, generosos y vitalistas agitadores culturales que haya tenido nunca Burgos.
Artista multidisciplinar, poeta, músico, escultor secreto, columnista de prensa, delicado jardinero, crítico literario y de arte, impulsor de cuantas iniciativas culturales pudieran darse aunque llevaran desde su nacimiento el sello del fracaso... Jorge lo fue todo aunque nunca le cundiera nada, atento como estaba siempre al otro, al prójimo, lo que le llevaba habitualmente a olvidarse y preocuparse de sí mismo. Esa generosidad, como recordaban anoche sus impactados amigos -Óscar Esquivias, Pedro Olaya, Ricardo Ruiz, Eliseo González, Ignacio del Río- fue el principal rasgo de su carácter. Jorge lo daba todo a fondo perdido. Hijo del gran artista Andrés Villalmanzo, ‘Guma’, se deslumbró a corta edad por la poesía de Rubén Darío, que le llevó indefectiblemente a todo lo demás: Octavio Paz, César Vallejo, Pablo Neruda, Luis Cernuda, Antonio Machado... Y a soñar con escribir porque, solía afirmar recitando a Pessoa, «vivir es ser otro».
Jorge Villalmanzo fue otro. Fue todos. Fue el fundador de asociaciones y revistas literarias como Atlantes o Pioderno; colaboró y sostuvo con su entusiasmo muchas más -Alventa, Lucernario, Luzdegas, Plaza de San Juan, Calamar, Andarríos, Entelequia, Menta y Limón, Burgos en Plural y un larguísimo etcétera-; ayudó con ánimo y fe inquebrantables a jóvenes poetas, jóvenes periodistas, jóvenes pintores, jóvenes músicos, a los que abrió puertas y más puertas, a los que puso en contacto con los ‘mayores’, a los que facilitó su salida al exterior, al mundo caníbal de la creación en el que gente como él es una verdadera rareza. Sin pedir jamás nada a cambio, absorto como estuvo siempre en los demás, publicó sus obras más tardíamente que otros miembros de su generación.
Destaca de su proyección literaria el poemario Las cenizas de la nieve, al que Gustavo Martín Garzo definió con una frase de León Bloy: «El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen y, para que puedan existir, entra en ellos el dolor». Los libros Círculo adscrito, Un japonés en mi interior y Bazar de tinta componen el resto de su bibliografía en solitario, porque lo que hizo Jorge esencialmente fue compartir, repartir entre todos su alma y también su obra, que regaló en antologías, revistas, publicaciones corales de las que siempre hablaba de los otros, de tal o cual poeta. Jamás de sí mismo.
Tenía 51 años. Siempre estaba embarcado en ilusionantes proyectos; siempre tenía una palabra amable; siempre dibujaba una sonrisa; siempre regalaba su mirada azul y transparente; siempre recibía con los brazos abiertos a todo aquel que se le acercaba reclamando su presencia, su apoyo, lo que fuera, porque siempre decía que sí, porque nunca decía que no, porque todo lo hacía con apasionamiento y desinteresadamente. Alma sensible como pocas. Corazón tan grande que ayer se detuvo inmovilizando con él el pulso de una ciudad, devolviéndola al invierno, dejando perplejos y muertos de dolor a su mamá, a sus hermanos, a María José, a sus amigos, que ayer mismo le decían: «Hasta mañana, Jorge».
Hasta mañana.