La Regla de San Benito y el manual del lenguaje de signos. Eso es lo primero que recibió Luis David Leal, el padre David, al tomar los hábitos y entrar a formar parte de la comunidad trapense del monasterio de Santo Pedro de Cardeña. Tenía 17 años. Sí, sentía profundamente la llamada de Dios, pero, a la vez, echaba mucho de menos el Mediterráneo de su infancia, su Valencia natal, su casa... Hoy, casi 58 años y un invierno castellano después, reconoce que sigue añorando como el primer día la brisa del mar.
El padre David no ha perdido su acento levantino ni tampoco su aversión a las bajas temperaturas que se perpetúan intramuros, para penitencia de los cuerpos. Los achaques de la edad le impiden ya continuar con su brillante carrera de ceramista, que ha dejado repartida por el mundo una gran obra de murales, retablos, belenes, pilas bautismales y esculturas religiosas, entre otras piezas. Se desplaza por los enormes pasillos y claustros de Cardeña con la ayuda de una silla de ruedas y oculta su hábito blanco y escapulario negro bajo un grueso poncho peruano, que le sirve de abrigo en los meses más duros de temperaturas.
Hoy es uno de los pocos de una comunidad de 16 monjes que aún domina con soltura el lenguaje de las manos, el único recurso de comunicación que se permitió durante siglos en la clausura para no romper el estricto silencio impuesto por la Regla de San Benito y que sirvió de base para la posterior universalización del lenguaje de signos entre las personas sordas.
El abad Roberto y el padre David mantienen una conversación sin pronunciar palabra, tal y como se hacía antes del Concilio Vaticano II para la estricta observancia de la Regla de San Benito. - Foto: ValdivielsoVeinte años más joven que el monje ceramista, el padre Roberto, abad de Cardeña, reconoce que no tuvo que aprender a hablar con las manos, aunque sabe hacerlo. Apenas se utiliza en el día a día de la clausura y desde hace tres décadas tampoco se enseña a los novicios. «Solo cuando hay lejanía entre nosotros en un claustro, por ejemplo, utilizamos las manos para no elevar la voz».
En San Pedro de Cardeña, que acoge una comunidad trapense (orden caracterizada por su estricta observancia de la Regla) desde 1942, el silencio entre los monjes es obligatorio durante las horas nocturnas, desde las diez de la noche a las ocho y media de la mañana. Durante el día, se permite la conversación, aunque en tono bajo y en los lugares apropiados.
El Concilio Vaticano II apostó por la denominada 'palabra funcional' (el uso de la voz baja, cuando fuese necesario) y puso fin a la obligatoriedad del llamado 'esperanto monástico', lo que ha provocado su paulatina desaparición de la clausura a lo largo de los años 90. Hoy solo se practica en algunas comunidades muy contadas, aunque su uso está en franco declive.
Manual de signos utilizado por los monjes durante su aprendizaje. - Foto: Valdivielso«Los monjes nos acusamos de faltas contra la Regla y hubo un tiempo en el que una de las más comunes era la de hacer señas, ¡pero habladas!», lo que, lógicamente, estaba prohibido, recuerda el abad Roberto.
Orígenes. Los primeros documentos escritos sobre el lenguaje de signos monacal datan del siglo XI y se localizan en el monasterio francés de Cluny. Mucho antes, en el siglo VI, la Regla de San Benito ya advertía a sus seguidores con las palabras del profeta:«Yo dije: guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun cosas buenas» (Sal 38,2s).
Este principio se aplicó, primeramente, en los refectorios, durante las horas de las comidas de las comunidades, momentos propicios para la lectura de los Evangelios y también para la conversación intrascendente y el incumplimiento de la estricta observancia. «Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector», señala la Regla.
«Utilizaron las manos para pedir pan o para pedir agua y, a raíz, de esa necesidad primaria de comunicarse se fue configurando un lenguaje de signos con las manos, cada vez más complejo y rico», explica Cecilia Cozar, una burgalesa apasionada de la vida religiosa intramuros desde su infancia, integrante de la Fundación DeClausura (organización laica de apoyo a la vida contemplativa) y que está embarcada desde hace cinco años en la aventura de rescatar y documentar visualmente esta forma de comunicación antes de que se pierda en el tiempo.
Además de los monjes de Cardeña, Cecilia ha recurrido en su investigación a uno de los mejores conocedores y recopiladores de los escritos sobre este saber, el padre Lorenzo, abad de Silos.
El objetivo último de esta inquieta economista, licenciada en Artes y artista es volver a reunir al equipo que realizó la maravillosa película-documental Libres, (realizada, entre otras, en las comunidades de Cardeña, Las Huelgas y los camaldulenses del Yermo de Herrera), para filmar, casi por primera vez y -quizá- por última, a los monjes hablando sin hablar.
El plan de trabajo es muy ambicioso y traspasa muros y fronteras, pues la idea es trabajar con aquellas comunidades donde aún hablan con signos en Francia, Bélgica o Italia, aunque también hay una muy cercana en San Isidro de Dueñas, en La Trapa, donde incluso todavía se enseña a los novicios los secretos de las manos.
Libres es la carta de presentación para optar a las ayudas europeas.
Universal. El padre David sabe bien que lo que no se practica, se pierde. A él mismo le ocurre y eso que ha manejado este lenguaje desde su más tierna infancia, ya que su padre y su madre eran sordos.
En el monasterio, las manos no solo se utilizan para pedir pan o agua, con ellas se puede nombrar a Dios, a los hombres, a la fe, al tiempo, a las flores, a los frutos del huerto, a la exquisitez de los vinos, a las cosas de la vida, de la salud o «incluso hablamos de toros o el fútbol...», sonríe el monje. Cualquier tema es posible sin romper el silencio y, lo que lo hace aún más maravilloso, con interlocutores cuyo idioma y cultura nativos pueden ser remotos y totalmente desconocidos.
Por Cardeña, recuerda el padre David, han pasado de visita monjes alemanes con los que ha mantenido fluidas conversaciones sin ningún tipo de problema, sin dominar él el alemán ni ellos el español. «Conservo una estampita en la que el abad general de la orden trapense nos detalla con signos manuales cómo describen los monjes japoneses un amanecer».
En los capítulos generales de los trapenses se han juntado abades y abadesas procedentes de todos los rincones del mundo. Se ha rezado en latín y se han discutido asuntos humanos y divinos solo con las manos.
«Recuerdo a un monje de Dueñas que pasó un tiempo como cocinero en un monasterio en Francia y jamás aprendió el francés. Con las manos le bastó para entenderse con la comunidad durante aquel tiempo...».
Sordos. Los signos monacales transcendieron la clausura gracias a los trabajos del benedictino Pedro Ponce de León, que en el siglo XVI impulsó una escuela para niños sordos en el monasterio de San Salvador de Oña basada en sus usos en la clausura.
«Desde Aristóteles -explica Cecilia Cozar- se tenía la creencia de que las personas sordas no tenían capacidades intelectuales y se les apartaba de la educación y de la sociedad. Ponce de León inculcó el lenguaje de signos a dos hijos sordos de los Condestables de Castilla y ese fue el origen del desarrollo del lenguaje actual de signos».
El Plan Nacional de Monasterios, Abadías y Conventos incluye el lenguaje de signos -junto a la música, los oficios tradicionales, la gastronomía, la organización de la vida monacal- dentro del enorme patrimonio cultural inmaterial que atesora la vida de retiro, inmersa en un lento, inexorable y silencioso declive.
«Queremos grabar 'hablando' a los monjes más ancianos en Cardeña o Dueñas antes de que no estén... Si no lo contamos ahora, no lo haremos nunca», urge Cecilia.
El padre David ve con acierto esta inquietud: los tiempos pasan rápido, también en la clausura. Durante su vida como monje ha vivido muchos cambios y han aparecido conceptos nuevos que se han tenido que imaginar y materializar con nuevos gestos. Seguro que este trapense de Cardeña es capaz de describir la brisa del Mediterráneo con sus manos. «Es un lenguaje maravilloso y universal. Debe conservarse, aunque no se use. Es un gran valor cultural».