«Ya no se vive: se simula vivir»

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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El gran poeta ribereño Manolo Arandilla publica El olor de la higuera, libro que, insinúa, podría ser el último.En sus versos están las coordenadas que han marcado su vida y su obra.

El vate arandino, junto a una copa de vino de Ribera, uno de sus grandes placeres. - Foto: Luis López Araico

Desborda humanidad este hombre de altura imponente y cálido abrazo. Llena cualquier espacio que habita, aunque sea una de las calles de la ciudad de su vida, o incluso una plaza como la del Trigo, donde nació hace 75 años para apasionarse con cada segundo: Ha transcurrido el día/ y he vivido, estoquea en uno de sus poemas más hermosos.Es Manolo Arandilla Navajo un ser que se desparrama de amor y de vida: su rostro anguloso, que ha ido esculpiendo el tiempo con cartesiana depuración, no es una máscara cuando se dibujan en él gestos de afabilidad, de ternura, de asombro, de énfasis, de celebración, de dicha. «Siempre ha sido un hombre grande y sonoro, como una casa antigua», dijo sobre él un gran amigo y también poeta mayúsculo, Tino Barriuso, con quien tanto quiso. Es un conversador brillante, de corteses ademanes, vasta cultura y educación exquisita; un orador capaz de hipnotizar a cualquiera con su verbo encendido y siempre remansado, como algún meandro de ese Duero sin el que jamás podría explicarse la vida de este poeta. Se diría que las palabras emanan de su boca después de haber sido escogidas con paciencia y obsesión, pero lo hacen con desarmante naturalidad sin perder con ello precisión y la lucidez acostumbrada de la casa.

Acaba de publicar El olor de la higuera, el que sugiere que puede ser su último poemario, lo que sería el broche a una trayectoria poética impecable, singular, memoriosa, íntima, bellísima y sensible. «El Paraíso huele a higuera», dice Manolo con una copa de vino en la mano, contemplando por la ventana ese portentoso capricho que le dio por esculpir a Simón de Colonia en el pórtico sur de la iglesia de Santa María, donde fue bautizado. «La vida es el estruendo de amor que puebla el universo», reflexiona el poeta. Y es esta afirmación -confirmación- el eje sobre el que gira su último poemario, marcado por cierto misticismo. «Es un Big Bang poético. Nosotros pertenecemos a la vida pero la vida no nos pertenece. Cuando el hombre piensa que la vida es de él se convierte en un depredador. Se pierde el carácter sensible del ser humano. Cuando ya no vale la estética, ni la religión, ni la poesía, ni nada... se avasalla el universo. El desarrollo tecnológico ha sido tremendamente dañino para el planeta por faltar esa dimensión sensible.El hombre depredador se autodestruye, destruye el planeta y nos envenena a todos», subraya.

Cree ManoloArandilla que aunque el ser humano se halla en una encrucijada, al borde del colapso, hay esperanza. «Creo que el paradigma de la vida, unido al paradigma del amor, defiende la dignidad humana. Porque lo que está en tela de juicio es la dignidad humana. No hay más que mirar a los emigrantes: están igual que en el gueto de Varsovia, los mandan allí, allá. ¿Cuál será el será el siguiente paso, las cámaras de gas? La esperanza es el cambio de paradigma: apostar por la vida y por la educación, revolucionar la educación de arriba a abajo. Si no, no saldremos adelante. Nos están engañando con la inteligencia artificial. ¡Eso es incorrecto! ¡No hay inteligencia artificial, sólo existe la natural como don de la vida! La inteligencia artificial es una memoria logarítmica programada. No nos va a salvar de nada, nos llevará al precipicio. Puede convertirse en una herramienta para acabar con la democracia creando un aparato represivo cada vez mayor y de carácter virtual, que es mucho más terrible para el alma.Estamos viviendo la mutación de pasar de las relaciones subjetivas de cariño y amistad a las que yo llamo objetivas, de cabezas vacías y corazones magullados. La vida ha dejado de tener carácter sagrado.Y por eso la muerte asoma el hocico».

Apuesta por la alteridad. El poeta ribereño se muestra espantado ante una realidad rampante a la que han contribuido las nuevas tecnologías: «Ya no se vive: se simula vivir. Estamos en plena simulación de la vida. Las redes sociales no son vida, son una simulación. Reivindico la filosofía de la alteridad y corrijo el mandamiento de Jesucristo: no amarás al prójimo como a ti mismo, sino amarás al prójimo antes que a ti mismo. No hay filosofía de la alteridad, la relación con el otro.Somos seres racionales, pero poco. ¡Lo que somos es seres relacionales!». Apura el poeta su copa de vino con delectación. «La mía ha sido una vida bien vivida y bien bebida», apunta sonriendo. La muerte, para Arandilla, es una palabra, jamás un pensamiento o una angustia. «La muerte es el producto del pecado. Y el tiempo es el pecado. Y no tiene nada que ver con la vida. La vida prosigue siempre inexorable. Nuestro Dios no es pasivo, se está engendrando continuamente con el amor y con la vida. Enloquecidamente.Tenemos un carácter sobrenatural. Lo visible es transitorio; lo invisible es eterno».

Escrito entre Santa María de Valvanera y Agua Amarga, El olor de la higuera atesora la esencia de Arandilla. «He estado buscando siempre algo que diera motivo a mi vida». Lo ha encontrado siempre: en la escritura, en la lectura, en la contemplación de la belleza, en la amistad, en el vino y en aquel maravilloso proyecto hecho realidad que ha sido y es su vida: la biblioteca municipal de Aranda, que existe y es una de las mejores y más bellas de España gracias a él. Exclusivamente a él, convertido en Quijote para vencer a gigantes y molinos. «Ha sido mi vida. Es mi gran obra. Mi mejor poema», apostilla. Camina Manolo por las calles de Aranda apoyándose en dos cayados -tiene maltrechas las rodillas- y todo el mundo le saluda con afecto.Es imposible entender la ciudad del Duero sin la presencia de este personaje fascinante. Y viceversa. Evoca su infancia feliz en una ciudad que, para su desgracia y dolor, ya no existe. «Aranda era maravillosa. Estaba llena de palacios. Se lo cargaron todo».

Cuando entra en la biblioteca, que es su gran y eterno legado, se abren puertas y corazones: Manolo recibe el cariño inmenso de quienes fueron sus compañeros, y hay algo en ese enorme corpachón que se conmueve. Aunque es un torrente incontenible de palabras («me crezco con los amigos», dice), se torna el poeta más silente entre los anaqueles, y acaso le sube la emoción a los ojos, súbitamente espejeantes, como el padre que contempla con íntimo orgullo al hijo de sus entretelas. Cuando se adentra en el espacio mágico que tiene el mobiliario y los libros que fueron del Salón de Recreo de Burgos, fondo a cuya catalogación dedicó con paciencia tantos años, lo hace con la solemnidad de los príncipes, como si estuviera estableciendo una conversación secreta, llena de afecto y gratitud, llena de magia. Sabe que su amor con Aranda es mutuo, algo que no ha dejado de celebrar nunca. «He pasado por la vida intentando enriquecerme y enriquecer a todos los que me han rodeado».

Manolo Arandilla no sólo es el hombre al que se debe que Aranda cuente con una biblioteca de campanillas; no sólo es un poeta magnífico, el más grande de cuantos ha bañado y baña el memorioso Duero; no sólo es un amigo espléndido y generoso; no sólo es un cantautor del que podría hablar largo y tendido Paco Ibáñez, con quien actuó en aquellos años de su experiencia universitaria en Lovaina, en pleno mayo de juventud y libertades, cuando todo era posible y la bohemia -siempre tan atractiva, siempre magnética, siempre cautivadora- a punto estuvo de llevárselo de gira por Sudamérica. Y a saber qué hubiera pasado. Manolo Arandilla celebró hace unos días su 75 aniversario con amigos, con vino, con música.Sabiéndose dueño de su destino. «Yo ya sólo espero la eternidad», proclama mientras su corazón, tan grande, le empuja a musitar esa canción hermosa que ha entonado tantas veces con su guitarra: 'Gracias a la vida, que me ha dado tanto...'.