Hay imágenes que lo dicen todo. Ver a Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, inclinando la cabeza y sonreír al estrechar la mano al príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, ha sido una de esas imágenes que revuelven algo más que el estómago. Bin Salman, primer ministro y de hecho gran factótum del reino de Arabia, arrastra la infamia de haber instigado el asesinato de Jamal Kasshoggi, un periodista del Washington Post crítico con el régimen saudí.
El dos de octubre de 2018 fue secuestrado, torturado y descuartizado en el interior del consulado de Arabia Saudí en Estambul. Cuando tras investigar el caso, el Gobierno turco facilitó los detalles de aquel crimen horrendo, la comunidad internacional fingió un amago de indignación que duró, lo que en los telediarios se tarda en llegar a las noticias del tiempo. Decir Arabia, es decir petróleo, compra masiva de armas, inversiones y negocios. En Washington la cosa se quedó en un tirón de orejas al sátrapa, que por aquellos días estaba actuando de mediador en la eterna crisis geopolítica que rodea la presencia de Israel desde el mismo momento de su creación como Estado independiente en 1948. También aquí el asesinato del periodista pasó al olvido pese a qué el sátrapa seguía y ahí sigue. Por eso, cuando Pedro Sánchez inclinaba la cabeza ante él la imagen trasladaba el testimonio de la vileza que en tantas ocasiones describe la vida política.
Arabia Saudí y algunas de sus empresas estatales tienen muchos intereses aquí. En la venta de armas, negocio floreciente en España, nuestro país tiene un cliente preferente en Riad. También han entrado en la Telefónica y según un comunicado de La Moncloa, el presidente del Gobierno y el príncipe saudí: "han acordado la creación de un marco estructural de cooperación económica entre ambos gobiernos para identificación y ejecución de oportunidades de inversión". Sánchez se muestra enérgico con Netanyahu exigiendo que cese la invasión de Gaza -y en este caso no le falta razón-, pero verle inclinando la cabeza ante el sátrapa que dirige un país en el que no se respetan los derechos humanos y se puede ordenar acabar con la vida de quienes le critican en la prensa, llama la atención. Es indignante. Este episodio remite a lo peor de la política: la doble moral.