El silencio, a media mañana, sobrecoge. Ni un alma por las calles; ni rastro de un latido. La espadaña de la iglesia de Lozares de Tobalina se eleva, majestuosa, por encima del caserío. Las higueras y los melocotoneros exhiben sus frutos casi obscenamente. Las huertas muestran también la exuberancia que revela que este pueblo está enclavado en un valle con un microclima especial. Es bonito Lozares: tiene esa armonía de calles y casas de una villa tranquila, que se solaza sobre sí misma. Nadie diría que hace sesenta años este rincón del Valle de Tobalina conoció el horror, la catástrofe, una hecatombe que lo marcó para siempre. Lo sabe muy bien Jesús Gómez, que tenía entonces 24 años. "Fue un infierno. En media hora nos quedamos sin pueblo". No ha necesitado este vecino de Lozares que lleguen de fuera a recordarle el fatal aniversario. "Esa fecha no se olvida nunca. Cada vez que llega el 16 de septiembre, nos acordamos. Sesenta años ya... Pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer", señala.
Su mujer, María Jesús, también lo tiene fresco en la memoria. "Yo fui una de las encargadas de subir a hacer tocar las campanas de la iglesia, pero tuve que bajarme rápido porque el fuego estuvo también a punto de quemarla. Pasamos mucho miedo", evoca. Sucedió a mediodía. En una finca aledaña se habían estado quemando rastrojos. Era un día de calor sofocante. De repente, se desató un viento huracanado, violento, incontenible. "Fue como uno de esos tornados que a veces salen en la televisión, de esos que suceden en Estados Unidos. Las chispas de los rastrojos y de las pavesas volaron, y antes de que se pudiera reaccionar estaba ardiendo el pueblo entero. No se podía ni respirar del aire que venía, fue tremendo". Tan ese así, que de las 19 casas de la localidad ardieron 16. El resto fue reducido a escombros. Las imágenes que tomó Fede para este periódico un día después de la tragedia son reveladoras. Las que realizó encaramado a la iglesia muestra un pueblo que parece recién bombardeado. Recuerda al Belchite que resultó arrasado en el Frente del Ebro durante la Guerra Civil.
María Jesús tenía 19 años cuando se subió al campanario para advertir de la desgracia. No lo ha podido olvidar, "No se pudo hacer nada", apostilla Jesús, que ese día se había acercado a Quintana Martín Galíndez, capital de la comarca, para vender el grano del trigo. El viento huracanado facilitó la propagación del fuego por todo el caserío. Y eso que a intentar sofocar las violentas llamas acudieron gentes de los pueblos más cercanos, e incluso vehículos cisterna del Ejército. "Lo perdimos todo. Nos quedamos sin nada. Mis padres no pudieron sacar ni el poco dinero que guardaban. Nos quedamos sin casa, sin vida", recuerda Jesús con tristeza.
El impacto, asegura este vecino de Lozares, que años -muchos años- después consiguió reconstruir la casa familiar, fue brutal. "En los años siguientes, en sólo seis años, hasta once vecinos murieron. Pero de pena. Por no haber podido volver a su pueblo. Mi padre fue uno de ellos", subraya con emoción. En los primeros días que siguieron a la catástrofe, algunos lozareños se alojaron en pueblos cercanos o en casas de familiares. Pero las ayudas llegaron tarde. Y fueron muy escasas. Aunque se abrieron suscripciones populares para echar una mano a quienes lo habían perdido todo, y pese a que la Diputación e incluso el Estado dio algo de dinero a los damnificados, todo resultó insuficiente. "A nosotros nos dieron 25.000 pesetas. Con eso era imposible volver a empezar", recuerda Jesús con amargura.
Este matrimonio de Lozares es la memoria viva de la tragedia. Tienen su hemeroteca particular: ajados periódicos que recogen las estampas terribles de su pueblo arrasado por las llamas incontenibles de un fuego voraz. Lo conservan no como un tesoro, sino como un recordatorio: de lo que vivieron y del milagro que constituye que hoy, sesenta años después, estén viviendo en un pueblo que casi desapareció del mapa. A David, hermano de María Jesús, le cuesta un mundo hablar de ello, porque aquella tragedia condicionó su vida. "Yo tenía diez años, aún iba a la escuela. Y la escuela ardió. Me mandaron a estudiar a otro pueblo. Ya nada volvió a ser lo mismo. Cada vez que lo recuerdo sufro mucho", dice con sincera aflicción.
David posa delante del lugar en el que se levantaba la escuela, que desapareció por completo.
En torno a las impresionantes instantáneas de Fede, que se acercó presto al día siguiente del siniestro, Jesús, María Jesús y David son todo memoria, pura memoria de un pueblo que ya no es en el que nacieron y crecieron; en el que pasaron la infancia y la primera juventud: esta era la casa de Mengano; ésta, de la Zutano; aquélla, fíjate, qué horror. Ahí todavía se ve la parra. Y el chopo. Madre mía... Se emocionan. No pueden dejar de exhibir la conmoción de asistir a la visión de su pueblo absolutamente arruinado, reducido a cenizas, apenas unos pocos muros sostenidos. Todo lo demás es negro, humo, desgracia. Olvido. El espanto. "Fue terrible. Arruinó las vidas de casi todos. Es que es difícil de decir lo que fue y lo que pasamos después. Fue duro, muy duro".
Tanto, que sobre las ruinas de lo que fue su casa familiar, tardó más de una década Jesús en levantar otro hogar, en el que vive feliz junto a María Jesús. Pero la mirada de ambos se ensombrece al recordar aquellas horas terribles, aquella angustia, la desesperación de asistir a la extinción de lo que hasta ese momento había sido su vida, su mundo, su todo. El caserío que hoy se muestra bonito y armónico es otro bien diferente. Son otras casas, otras calles. El lugar en el que estaba la escuela en la que estudiaba David es hoy una casa particular. Desapareció el lagar que estaba junto a la iglesia (en su solar, hoy, hay maleza y ruina). María Jesús tuvo más suerte: su casa fue una de las tres que no ardió. "Volaban las pavesas encendidas, veías cómo se prendía una casa y otra y otra...", recuerda David con dolor.
Hubo un éxodo obligado de los vecinos de Lozares: a pueblos de alrededor, donde muchos ya se quedaron y empezaron de nuevo, o a Burgos y Bilbao. Pocos de los lozareños regresaron cuando se dieron las circunstancias para que pudieran reconstruir de la nada otra casa, otra vida. Jesús es uno de ellos, de los pocos que lo hicieron. "Reconstruí yo la casa, con mis manos". Repasan las fotografías de Fede con lentitud, demorándose en detalles. Les cuesta identificar a algunos de los personajes que aparecen en las instantáneas. Pero les da igual. Ellos estaban allí. No necesitan viejas estampas para recordar lo que vivieron, lo que sufrieron, lo que lloraron y gritaron mientras su pueblo desaparecía ante sus ojos, mientras asistían impotentes a la catástrofe.
Jesús sostiene una foto de Fede con los restos de la casa en la que vivía; detrás, la que reconstruyó sobre el mismo lugar.
Jesús, María Jesús y David son los testigos de excepción de aquel Lozares que desapareció para siempre. Hoy es otro pueblo. Tranquilo, hermoso, donde las horas pasan lentamente, pero otro diferente al que ellos conocieron. Hay residentes en el pueblo, que llegaron mucho después, que ni siquiera conocen ese pasado. Y que se sorprenden al saberlo, al contemplar las fotografías en blanco y negro que exhiben el caserío desventrado, arrasado por el fuego, como si hubiese sido víctima de un feroz bombardeo. "A nosotros no se nos va a olvidar nunca. Cada vez que llega el 16 de septiembre... Esa fecha la tenemos grabada. Es imposible, imposible de olvidar".