Juan López (Ical) / Valladolid
El fútbol salvó la vida a mi padre adoptivo en Mauthausen. Era el Ronaldo de aquel horror nazi y las SS aplaudían sus jugadas». Quien, con lágrimas en los ojos, recuerda a la persona más importante de su vida es Siegfried Meir, hoy un anciano de 80 años que debe su vida a un burgalés de Hinojar del Rey, de nombre Saturnino Navazo, con quien quiso el destino que se encontrara en el infierno del campo de exterminio de Mauthausen. Ese ángel que utilizó el fútbol como última tabla de salvación en medio del horror, fue el tutor que respondió con una mirada limpia cuando el pequeño Meir, judío de origen rumano y alemán, esperaba un golpe; su salvador, cuando la lógica de la muerte le podría conducir a un horno crematorio, y su padre, cuando el huérfano abandonó las tinieblas que custodiaban las SS y quedó solo en el mundo. 68 años después, aquel niño rebelde lo recuerda con permanente llanto de emoción en Ibiza, la ciudad que tanto visitó en los 50 con su padre durante las vacaciones y que ha querido hacer su hogar. Las fotografías, las imágenes y un relato sobrecogedor de una vida en común que comenzó en el averno acompañan a este hombre, que recibe a un equipo de Ical en la playa ibicenca de Talamanca con tranquilidad, pero carente de alegría y con un semblante que denota un pasado convulso.
¿Quién son los protagonistas y cuál es esta historia de hierro? Las vidas del «bondadoso» Saturnino Navazo y del niño Siegfried Meir se cruzaron en un día de febrero del severo invierno de 1945, en lo que se llamaba la Siberia austriaca, Mauthausen, un campo de concentración levantado por los primeros prisioneros españoles capturados en Francia tras la incursión alemana en el país galo.
Saturnino Navazo era ya un hombre pasados los 30 años y, gracias al fútbol, toda una referencia entre prisioneros y guardianes de Mauthausen. Futbolista profesional, jugó en los años 30 en la Segunda División española como centrocampista del Deportivo Nacional, el tercer equipo de Madrid. Alistado en el Ejército Republicano, al finalizar la guerra se refugia en Francia, donde el horror de la guerra no tardaría en visitarle de nuevo hasta que cayó prisionero de los nazis que lo deportaron al campo de concentración. Allí perdió su identidad, que fue sustituida por un número, el 5656, pero no pudieron arrebatarle una vitalidad que, a la postre, le libró de la muerte.
El fútbol había dado a Navazo una posición de prestigio, con reputación, en el campo de concentración hasta el punto de ser designado jefe de barracón, con 200 compatriotas a su cargo. Los nazis, amantes y apasionados del deporte y conscientes de la calidad con el balón del burgalés, le encomendaron la organización de partidos entre prisioneros. En torneos que se celebraban los domingos por la tarde, consiguió reunir a españoles, húngaros, checoslovacos o yugoslavos: «Yo le ayudaba a preparar los partidos, las botas, la ropa y le masajeaba. Era su sombra», relata Meir. «Navazo, capitán del equipo español, era el mejor», reitera con lágrimas al nombrar a su padre adoptivo. Pero el burgalés era algo más. Contribuyó con su posición de privilegio a la creación de una red de solidaridad dentro del campo que, primero, benefició a los españoles y, después, al resto. Navazo utilizaba las mondas de las patatas y otros alimentos que hurtaba a escondidas de la cocina para alimentar a los españoles de la barraca. Esta diplomacia del fútbol y las patatas, terminó por convertirle en ‘kappo’, jefe del barracón, un tipo que normalmente se revelaba más cruel que los propios nazis, pues a esa inhumanidad debían la vida. En el caso de Navazo, el poder fue ejercido «con una bondad, que permitió salir de un infierno en el que se amontonaban las pirámides de cadáveres».
Cuando Meir llegó al campo, procedente del infierno de Auschwitz en un tren sin techo y en el que la nieve se colaba entre la ropa, el jugador burgalés ya se había ganado ese estatus que, además, le colocó en la cocina, donde el trabajo más duro era pelar patatas y dejar atrás la sombra de la muerte en la cercana cantera de Steinbruch-Wienergraben, donde perdió un dedo. La ignominia de los nazis obligaba a subir a los penados una escalera de 186 peldaños con 50 kilos de piedra a la espalda.
Con gesto adusto y las manos ligeramente temblorosas, Meir recuerda su primer día en Mauthausen: «A todos los desvestían y envolvían de desinfectante antes de ponerse el pijama a rayas». A la entrada, cerca de un montón de zapatos, cuyos dueños probablemente ya estaban en los crematorios, uno de los prisioneros se dispone a raparle el pelo. Rebelde, el niño organiza tal escandalera que llama la atención de todos. «Tú no me cortas el pelo», relata que chillaba en medio de un campo desolador hasta que los gritos alertaron a uno de los jefes de Seguridad del Campo, Georg Bachmayer, quien se acercó junto a sus dos perros atados a cada mano, «adiestrados para morder los huevos» a los deportados. «Yo, con mi alemán agresivo, le dije que a mí nadie me había cortado el pelo. Me preguntó la razón de estar en aquel campo, ya que era el único niño que allí había, y entonces escuchó mi historia, cómo había sido deportado a Auschwitz y cómo perdí a mis padres y mi hermanastro», recuerda entre lágrimas.
En ese momento, añade Meir con un castellano que no esconde su alemán maternal, sintió «emoción» en la cara de su guardián, la misma persona «cruel» que decidía sobre la vida -más bien sobre la muerte- de cientos de personas todos los días. Muchos le han preguntado por ese instante, en el que lo más probable es que recibiera un tiro o un golpe de culata. «Cuando lo cuento, la gente me dice que es imposible, pero yo digo la verdad», explica. A él decidieron respetarle su pelo rubio y perdonarle la vida. Es más, no lo sabían, pero se la salvaron para siempre. Saturnino Navazo recibió la orden de responsabilizarse de aquella ‘fiera judía’ que quedó incorporada a la barraca de los españoles. «Recuerdo toda mi vida esa primera mirada cuando le hicieron llamar», continúa el relato con voz trémula y entrecortada.
Cuando esperaba un golpe o un reproche al añadir más carga a la insoportable del campo, recibió una mirada de comprensión y cariño. Lo que para Navazo era una orden, se convirtió en una «cosa humana». «Él no hablaba mucho alemán y yo nada español, pero poco a poco y con pequeñas palabras conseguimos conversar. A los dos meses, yo hablaba español. Creamos una relación padre-hijo y me sentí protegido como habría querido que mi padre me protegiera de la deportación», asevera de nuevo, exaltado. Y continúa: «Ahí nació algo muy fuerte y para mí era la persona en la cual tenía confianza y estaba a gusto a su alrededor». Tanto que, con una sonrisa, admite que se convirtió en un «perrito» detrás de Navazo.
No es que Meir cambiara de la noche a la mañana. Con la actitud chulesca con la que había mantenido su cabello, Meir puede presumir de que los SS lo vistieron con un uniforme especial, de bombero, azul y con botones dorados. Muchos de los deportados en Mauthausen conocían al niño «porque podía estar libre en el campo, no trabajaba, entraba en la cocina, robaba salchichón y sabía cómo comportarme y evitar problemas». Todo era más fácil para él, pues hablaba seis idiomas. Décadas después, presume de que el equipo del doctor Menguele le curó del tifus en Auschwitz. Puede que no sea ésta la razón, pero Meir se acostumbró a mirar a los nazis a los ojos y si le llamaban cerdo, contestaba: «Cerdo, tú mismo». «Era una actitud de niño tonto», dice compungido, con la misma sensación que expresa en ‘Hijo de la niebla’ (Editorial Debolsillo), publicación en la que resume su vida junto a su amigo, el músico egipcio, Georges Moustaki.
«nace Luis Navazo». La liberación por parte de los americanos, momento cumbre y de éxtasis en Mauthausen, llegó el 5 de mayo de 1945. En los días previos, los prisioneros intuían las buenas noticias ya que los soldados habían huido y se quedaron a cargo del campo los gendarmes del municipio. Siegfried Meir, que muestra su brazo con el número 117.943, poco visible con su camisa blanca estilo ibicenco, recuerda esa fase que llegó al día siguiente de su once cumpleaños: «Cuando llegó la liberación, la alegría se desbordó entre los que allí estábamos, sin obviar que junto a nosotros había cientos de cadáveres, y eso no se podía olvidar». Con una gran sonrisa, recapitula en ese instante, en el que uno de los soldados que conducía un tanque lo mandó subir al vehículo y le ofreció un chicle, escena idéntica a la que Roberto Benigni plasmó en ‘La vida es bella’.
Pero en la relación padre-hijo de Meir y Navazo se barruntaba un gran problema. La llegada de los aliados a Mauthausen trajo consigo la posibilidad de una separación. «Queríamos estar juntos, pero al no ser familia y él no tener trabajo reconocido, lo teníamos difícil, porque no quería volver a España», sostiene entre risas y lágrimas de emoción. Sin embargo, a Navazo la vida le hizo un guiño y como se había enrolado en la Armada Francesa para luchar contra los nazis, el Gobierno galo le ofreció asilo y aceptó instalarse en Revel, cerca de Toulouse.
Aún quedaba por decidir la suerte de Meir, a quien la Cruz Roja le propuso tres destinos: Israel, EEUU o Suiza. Cualquiera se distanciaba mucho, y no solo en kilómetros, de la idea del judío alemán, pues su intención era quedarse con Navazo. «Hablé con mi padre adoptivo y le prometí que no sería un problema para él, porque a los 11 años era como un adulto. Le costó decidirse, pero se animó a intentarlo», relata.
Fue entonces cuando trenzaron un plan para engañar a los americanos. En una de las anécdotas más conocidas entre algunos de los españoles de Mauthausen, Navazo le explicó a Meir que debería hacerse pasar por su hijo, ya que la diferencia de edad era posible, pues él tenía 31 años y el niño, 11. En esa conversación el burgalés le dijo: «Te llamas Luis Navazo. Has nacido en Madrid, en la calle Don Quijote, 43, en Cuatro Caminos», una frase que a Meir se le quedó en la memoria para el resto de sus días. «Muy convencido de lo que tenía que hacer, me acerqué, me preguntaron y lo repetí». Salieron de la mano. Nunca regresaron al campo.
Le otorgaron un documento con esa identidad, que mantuvo hasta los 14 años, cuando obtuvo el certificado de estudios primarios en Revel. Tras un sufrimiento difícil de olvidar, Francia les sonrió. Mientras señala una fotografía por las calles de Revel junto a su padre y Castañeda, jugador más tarde del Valencia, explica, de nuevo emocionado, que se instalaron en la ciudad norpirenaica, donde recibió su educación. Años después, sus vidas eligieron caminos diferentes. Navazo se casó y tuvo cuatro hijos. Además, triunfó en el ‘Union Sportive Revenoise’, club de fútbol donde obtuvo tres años seguidos la copa regional. Meir decidió salir del nido en el que sobrevivió gracias al combatiente de Hinojar del Rey e inició una fructífera carrera de cantante, sastre y hostelero, entre París e Ibiza, isla a la que se expatrió para lograr la nacionalidad española.
Pero su separación no fue completa. Navazo visitaba cada año a Meir en la capital francesa y más tarde en las Pitiusas, donde su hijo adoptivo contribuyó a la entrada de la moda ibicenca. Murió en Revel el 27 de noviembre de 1986. Cuando regresaba de comprar el pan, se sentó en un banco y dejó de respirar tras una vida marcada por el nazismo. En su despedida, solo se escucharon elogios de aquellos que le conocieron. «Me emociono de nuevo al recordarlo», comenta.
El doloroso final de miles de personas que conocieron los muros de Mauthausen contrastó con, al menos, una parte de felicidad de los liberados, como la de Siegfried Meir y el burgalés Saturnino Navazo, que no obstante sufrieron toda su vida la obsesión nazi, una obsesión que arrancó un día, en una hora concreta, con una frase siempre recordada que figuraba sobre el portón de entrada al campo: ‘Arbeit macht frei’, el trabajo os hace libres, irónicas e históricas palabras.