El franquismo propició en más de una ocasión planes migratorios que ocultaban su verdadero objetivo; si muchos españoles se cruzaron el Atlántico con destino a la República Dominicana gobernada por el sátrapa Trujillo no fue, como se dijo, para que estos enseñaran a los dominicanos a cultivar sus tierras: en realidad, se buscaba blanquear la raza, esto es, que esos españolitos dejaran semilla con el fin de alejar la negritud de la piel de los caribeños. Algo similar sucedió con el Plan Marta que nos ocupa. Australia, casi un continente en sí misma, adolecía de población. Sus gobiernos no ansiaban otra cosa que llegaran colonos, emigrantes, personas con las que dar vida a su extensísimo territorio.
El Plan Marta, desarrollado entre 1960 y 1963, contó con la complicidad de la Iglesia española: en torno a setecientas jóvenes solteras españolas -entre ellas varias burgalesas- viajaron a las antípodas en una docena de vuelos con la finalidad de trabajar en el servicio doméstico para familias australianas. Esa era la teoría, el gancho, el cebo. La realidad era bien diferente.
El libro El Plan Marta (Editorial Dyckinson. 2023) disecciona el acuerdo firmado en 1959 entre los Gobiernos español y australiano, que incluye el testimonio impagable y libérrimo (sin censura ni ataduras) de algunas de aquellas mujeres. Firmado por Natalia Ortiz Ceberio y María Pilar Rodríguez, la obra sirve para desmontar la tesis oficial: el Plan Marta no era lo que de forma viperina vendieron las autoridades eclesiásticas a aquellas ingenuas jóvenes de buena fe, sino que su «propósito oculto era casarlas (con el probado método de poner yesca cerca de la paja) con los varones, jóvenes y solteros también, que las habían precedido antes en otras operaciones migratorias 'Canguro' (1958), 'Eucalipto' (1969) y 'Emú' (1960)- dirigidas a conseguir trabajadores expertos en la corta de la caña».