Desde el recóndito vergel en que está enclavada la insólita y fascinante construcción en la que habita -puro surrealismo que atesora ecos de Dalí, Giacometti, Miró o Gaudí-, la extensa paramera se antoja infinita, como si el horizonte no tuviera límite, como así piensa que sucede con la existencia. «Vivimos en un continuo; no hay principio, ni fin». Carlos Salazar Gutiérrez,Salaguti, es un artista inclasificable; a menudo, incluso se subleva ante la definición de artista: él vive, es, entre la naturaleza; y cuanto sus manos construyen a partir de su infatigable mente creativa es algo inevitable; hace lo que hace como quien respira.Ninguna otra motivación le ha movido nunca. En su taller, rodeado por almendros y cerezos, están algunos de los últimos diseños que está realizando, aunque hace tiempo que decidió no abordar grandes proyectos como los que han jalonado su trayectoria. «Si no los llevo a cabo aquí, los haré en otro lugar, en otro mundo.Lo importante es no parar, que la mente esté activa».
Señala, de entre las piezas que se hallan diseminadas por su obrador, la maqueta de un edificio fantástico que sería el principal reclamo de una película ciencia ficción.Evoca una nave espacial, y no es extraño que las creaciones de Salaguti tengan referencias galácticas y espaciales: «Estamos en el universo; somos parte del universo. Esta es una esfera gigantesca rodeada por un anillo que podría acoger un museo, ser un mirador... Está diseñada. Y sé que la haré en un futuro, en el futuro cósmico; allá... Algún día estaré en un lugar como éste, o parecido. No lo creo: estoy seguro.Hay que hacer realidad los pensamientos», subraya.
Desde su extravagante rincón en el mundo -un leve altozano que llaman Caraveo y que es una balconada privilegiada que se asoma a Sasamón-, Salaguti está conforme con su vida y con el espacio que ocupa. «Todo esto que ves, el taller, el jardín, la casa, el museo...Es una prolongación de mí mismo. Todo lo que me rodea me pertenece y lo comparto».No en vano, a la Casa-Museo de Salaguti se acercan turistas, curiosos; gentes que han llegado incluso de una universidad de California (Estados Unidos) para entrevistarle. A todos les explica esto y aquello; les cuenta la relación íntima que tiene con la piedra y la madera, materiales que lleva toda la vida tallando. «La escultura, para mí, es la disciplina que mejor expresa los pensamientos. Yo no hago otra cosa que expresarme así», apunta. Abomina de que le tachen de eremita porque salga poco de su espacio vital.Es que no lo necesita. Es feliz en esa soledad, compañera que la incita a filosofar, a crear, a imaginar formas. «Mi escultura es el reflejo de mis sentimientos y de mis pensamientos. La escultura es mi vida. Y soy realista, y abstracto, y surrealista. He hecho muchos trabajos en mi vida. Muchos, de encargo. Pero la libertad, en el arte, es hacer lo que te dé la gana. Y esto es lo que he hecho aquí, en este lugar.Ser libre. Creo que he respetado las leyes de la naturaleza: he hecho lo que siempre sentí que debía hacer, desde que nací».
No mira con nostalgia al pasado; no piensa en que está al borde de los 80 años.Se siente conforme, realizado. «Y sigo realizándome. Nunca terminas». De la muerte, ni hablamos. «¿Qué es eso? Explícame qué es la muerte. Quizás sea una liberación, eso dicen algunos.Pero no pienso en ella». Cómo iba a hacerlo si su cabeza no se de una tregua: un diseño aquí, otro acá.Ha seguido introduciendo aportaciones a su casa-museo, como dos columnas que imitan el tronco de un árbol y un balcón para solaz del espíritu. «La cabeza tiene que estar continuamente funcionando; si se para, estás jodido. Aunque hay que adaptarse a las circunstancias, claro. Pero sigo soñando despierto, lúcido. Y los sueños no tienen límites.No hay nada peor que ponerse límites. Si lo haces, es el fin, algo peor que la muerte. Alcanzar un límite o una meta no es la felicidad».
Camina por sus dominios como el Creador que es de los mismos, contemplando con orgullo cada recodo, cada hallazgo que sale al paso del visitante, como una de las nuevas incorporaciones, un estanque perfectamente imbricado en el entorno. No dice ser un tipo solitario, ni mucho menos. «Ya aquí formo parte de un lugar; quienes se sienten solos a menudo están rodeados de mucha gente, de una masa». Nada explica mejor su visión de la existencia que esa construcción inaudita que acoge su museo; ese gran caparazón de hormigón que tiene su rostro gigantesco tallado a la manera de un Pantocrátor tiene un interior sorprendente, un gran espacio circular con dos plantas por las que se diseminan esculturas en madera (destaca una prodigiosa talla realizada en el tronco de una olma que se exhibió en cierta ocasión, hace casi media vida, en París) y algunas pinturas.
Esta construcción está rematada por una cúpula que asemeja la bóveda celeste, con sus planetas, sus satélites; la luz se filtra caprichosa por la claraboya que se abre en su cénit, donde a su vez hay una escultura en hierro como una constelación más de ese cosmos; esa una celeste 'capilla sixtina'. «El espacio se mueve, y nosotros nos movemos también, formamos parte de ese espacio.Esto es una sugerencia espacial. Todo está conectado, somos parte del cosmos.La materia se concentra en todas partes: en nosotros, en los planetas. Todo es un continuo: nacer, morir... Es el eterno continuo, por eso esto es circular. No hay principio pero no hay final».
Reflexiona sobre todo y sobre nadaSalaguti. «Cuando se habla de arte... Parece que sirve para todo. Se emplea casi para cualquier cosa».Le han reclamado en los últimos tiempos para algún trabajo, para que haga alguna exposición. «Prefiero estar tranquilo.Todo lo que hago ya es para mí», apostilla. Siente cierto reconocimiento, aunque sea algo que nunca ambicionó. «Los elogios, los premios, los títulos... Nunca lo he valorado. No ha sido mi objetivo.Me basta el reconocimiento de los amigos, de quienes visitan este lugar».Es Salaguti un cosmonauta, como un viajero en el tiempo y en el espacio sideral que se siente feliz en su actual emplazamiento. Pero ya tiene diseñada su siguiente morada: esa construcción cilíndrica en madera que es la pieza principal que tiene ahora en su taller. «La felicidad no existe.Es una búsqueda constante», concluye Salaguti sonriendo con la boca y con los ojos.Pierde su mirada en ese horizonte infinito que se abre a partir del caserío de Sasamón y vuelve a adentrarse en su particular universo, tan lleno de planetas, de extraños seres, de sugerentes e imposibles mundos.