Si no fuera porque a las cuatro de la tarde se hace de noche, hasta nos podríamos pensar lo de empadronarnos en la ilustre ciudad de Copenhague, que, junto a otros seductores encantos, hace gala de ser la capital mundial de la confianza: al parecer, a sus vecinos nunca se les ocurriría irse sin pagar de una taberna, los taxistas se abstienen de llevarte a conocer el extrarradio cuando te ven cara de turista y casi todo el mundo opina que sus cuñados son gente de fiar. Nada que ver, si hacemos caso de la fama que se han labrado los daneses, con lo que ocurre por estos más meridionales lares, donde tenemos que amarrar la bici a una farola mientras vamos a hacer un recado si no queremos volver a casa a pie, miramos tres veces muy despacito las facturas que nos libran las compañías telefónicas y nos palpamos la cartera cada vez que bajamos del autobús.
Tales cautelas se extreman, y de qué modo, cuando ha de tratarse con gremios como los banqueros, los periodistas (¡ejem!) y, muy especialmente, los políticos, que al decir de la mayoría de las encuestas se han ganado el recelo de más de siete de cada diez españoles debido a su desprecio del bien común y su inclinación por esa hipérbole populista que está carcomiendo nuestras instituciones. Por eso, cuando somos puestos en autos de que la alcaldesa de Burgos se someterá a una cuestión de confianza después de haber roto peras con Vox, sabemos, sin necesidad de que nadie nos lo explique, que la tal expresión se refiere estrictamente a un instrumento normativo para que el PP pueda aprobar de una santa vez los dichosos presupuestos, y no al establecimiento de un vínculo que haga desaparecer todas las suspicacias que el desempeño de la señora Ayala ha provocado en las últimas semanas.
Porque, fuera del tablero de la política, la confianza, esa esperanza que se deposita en la conducta del prójimo, hay que ganársela a pulso, y la verdad es que nuestra alcaldesa ha cambiado tantas veces de opinión en tan poco tiempo con el objeto de salvaguardar su interés particular que no despierta a su paso sino recelos y una profunda incredulidad. Así que, puestos a confiar, uno sigue prefiriendo la lotería, o incluso a don Luis Miguel Ramis.