Ya es lugar común pedir la dimisión de la ministra de Transición Ecológica y vicepresidenta tercera del Gobierno, Teresa Ribera. Es el nuevo chivo expiatorio de la tragedia del 29 de octubre. Pero no es cosa de periodistas, o no debería ser, decir o aconsejar a un político lo que ha de hacer para mejorar su facturación electoral, o dimitir si mete la pata en el desempeño de su cargo como gobernante o miembro de la oposición. Uno prefiere reconocerse en la tarea de poner a disposición de los lectores elementos de juicio suficientes en la formación de criterio.
En el caso Ribera, de esos elementos verificados y verificables se infiere un supuesto de dejación de funciones. Lo ocurrido en Valencia está claramente relacionado con su Ministerio, responsable de facilitar toda la información meteorológica e hidrológica. Pero la pilló de salida. Con la cabeza en otra parte, para qué vamos a engañarnos. O sea, desaparecida, ausente, mientras del rey abajo daban la cara, del bando propio o del ajeno, para que se la partieran. Los dos sacos de golpes fueron el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y al presidente de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, aunque tampoco se han librado otros actores públicos con menor grado de responsabilidad que la propia ministra.
Los motivos de la inhibición de Teresa Ribera cursan como agravantes de su invisibilidad en la tragedia y en la posterior politización del fango. Estaba trabajándose un alto cargo en la Unión Europea en nombre de un partido convencido de que lo de Valencia es un efecto del cambio climático, como el propio presidente Sánchez ha dicho en la reciente cumbre del clima en Bakú (Azerbaiyán). Razón de más.
Ribera no estuvo accesible para dar explicaciones. La pillaron calentando por la banda en vísperas de su comparecencia ante el Parlamento Europeo. Entendió que lo prioritario era prepararse para demostrar su idoneidad como futura vicepresidenta de la Comisión Europea y máxima responsable de ésta en materia de Competencia y Transición Ecológica (pacto verde), mientras se acumulaban los féretros en la improvisada morgue de la Ciudad de Justicia de Valencia.
No sé si es motivo suficiente para dimitir como ministra y quedar fuera de la carrera como vicepresidenta del gobierno de la UE. Que lo decidan sus jefes políticos. Que lo reclame la opinión pública. O que los votantes se lo demanden a su partido. Pero el relato de los hechos es incontestable.
La pelota está en el aire. Se juega el próximo miércoles en el Congreso, donde ella piensa auto exculparse y cumplir una de las dos condiciones impuestas por el PPE, a instancias de su franquicia española, antes de que en Bruselas decidan desbloquear el pacto de los seis vicepresidentes. La otra es que se vaya a su casa si resulta imputada por su presunta responsabilidad penal en la tragedia del 29 de octubre.