Si hay un camino en España por el que los viajeros llegaron durante siglos al país -y siguen llegando- es el de Santiago. Su inicio fue el descubrimiento de la tumba del apóstol, cuyos restos fueron milagrosamente encontrados (Dios me libre de entrar en disputas sobre su origen) allá por el 825 por el ermitaño Pelayo y el obispo Teodomiro, que se llegó hasta la capital del reino astur, Oviedo, para comunicar la nueva al rey Alfonso II el Casto. Este emprendió viaje hacia allá por lo que fue, y hoy sigue siendo, el Camino Primitivo, y dio por bueno el hallazgo. Santiago entró en la Historia de España en el momento oportuno. Los moros tenían a los cristianos muy castigados y la nación se abrió a Europa por su camino.
Desde entonces, no ha cesado el trasiego. Hasta allí van las gentes desde todos los confines de nuestro país y de las extranjeras. Cada año cerca de medio millón. Y cuando son Xacobeos, que puntúan en bulas e indulgencias, todavía mas.
El Camino de Santiago es un viaje-peregrinación religiosa y espiritual y esa ha sido la principal motivación de los viajeros. Pero ha sido también, a lo largo de los 12 siglos de existencia, muchas más cosas. La mejor y más importante el convertirse en una maravillosa vereda cultural de lo que da fe la inmensa riqueza monumental, artística, arquitectónica, pictórica y literaria que atesora su recorrido y su huella esparcida por todo el mundo.
Eran, y son, varias las rutas de arribada, pero la que logró la mayor relevancia fue la que se conoce por el Camino Francés, que cruzando los Pirineos desde San Juan de Pie de Puerto (Saint-Jean-Pied-de-Port), a donde llegaban no solo desde el sur occitano sino del norte de Francia y de Alemania y diversos países del centro y norte de Europa, cruzaban, y cruzan, hasta Roncesvalles, ya en el lado español. Después y por delante semanas de caminatas por Navarra, La Rioja, Castilla y León hasta entrar en Galicia y concluir en Santiago de Compostela, para postrarse ante la tumba del Hijo del Trueno, pues por tal apodo se le conoció al que se supone que fue el primer evangelizador de nuestras tierras hispanas.
Las peregrinaciones comenzaron de inmediato, aunque los peligros acechaban en la ruta tanto por sus dificultades naturales (ríos, montañas y animales salvajes, sobre todo los lobos) como por parte de salteadores dedicados «profesionalmente» a ello u ocasionales. Sin embargo, gentes de los lugares por los que pasaban que aprovechaban la oportunidad de saquear a los viajeros sí iban sin protección alguna.
Con todo y durante algún tiempo, no hubo grandes sobresaltos y la ciudad fue adquiriendo pujanza, fama y riquezas, y fueron los vikingos los primeros que intentaron apoderarse de ellas. Yakobsland la llamaron. En el 858, llegaron hasta ella y, tras matar al obispo Sisnando, la cercaron. Pagó tributo para que no la asaltarán, pero siguieron intentando tomarla. Ello acabó por perderlos, pues dio tiempo a llegar al Ejército del rey Ordoño I que, con el conde Pedro al frente, los desbarató y destruyó 38 de sus naves. Hubo intentonas similares posteriormente, pero la ciudad logró salvarse. Fue ya en el siguiente siglo, en el 968 cuando se produjo el más terrible ataque. El jefe vikingo Gundemaro llegó a las costas gallegas con 200 drakkar, saqueó todo el territorio y en el 970 consiguió entrar en Santiago. No fue hasta el año siguiente cuando el conde García Fernández logró derrotarlos y matar incluso a su jefe, que tanto terror había causado.
Pero no iba a ser aquella su peor pesadilla, sino la que les esperaba al final del milenio. En el 999, un tal Almanzor, que no era precisamente un peregrino sino el azote de la cristiandad entera, y tras haber saqueado el año anterior Astorga, siguió al siguiente la propia ruta jacobea y se plantó ante ella que poco pudo hacer por defenderse, saliendo los que pudieron, con el obispo al frente, por patas y entrando el caudillo musulmán a sangre y fuego dispuesto a reducirla a escombros y cenizas. Todo lo destruyó, llevándose cuanto pudo saquear y miles de cautivos para venderlos como esclavos; y cargando sobre las espaldas sus campanas, se las llevó a Córdoba para utilizarlas como lámparas en la gran mezquita. Pero respetó los huesos del santo, ordenando que no se profanaran. Las campanas acabarían por retornar, esta vez a lomos de moros, cuando Fernando III el Santo reconquistó la antigua capital califal en el 1236.
Tras la desolación provocada por la aceifa de Almanzor, los musulmanes ya nunca más volvieron a conseguir alcanzarla. El templo se reconstruyó y hacia él fluyó cada vez mayor número de peregrinos. Reyes, obispos y nobles hispanos los más, pero crecientemente también señores occitanos de Narbona, Toulouse, Provenza y Aquitania que tenían un potente ligazón con los reinos cristianos hispanos, en especial la corona aragonesa, que también tenían posesiones al otro lado de los Pirineos. En especial, la corona de Aragón fue la más asidua y quienes más contribuyeron a darlo a conocer por toda Europa.
Desde luego, para los reyes astures y luego leoneses, cuando fueron avanzando hacia el sur e hicieron de León su capital y cabeza del reino, la visita era de obligado cumplimiento. Lo hizo, y está bien documentado, Alfonso VI, El Conquistador de Toledo y el caballero más renombrado de su tiempo que tuvo ciertas cuitas con Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
Su nieto, Alfonso VII El Emperador, hijo de Urraca I de León, no tuvo que hacer viaje, pues fue desde su niñez fue criado allí por quien sería el gran impulsor de la construcción de la gran catedral de Santiago, el obispo Gelmírez.
Con los occitanos y también con los monarcas hispanos llegaron en sus séquitos los más renombrados juglares, y en todo el camino no faltaron las tropillas de los más humildes, los denominados cazurros.
Ellos fueron siempre una de las figuras siempre presentes y casi identitarias del camino. El Sahagún por donde pasaba hasta abrió una escuela para ellos y los más famosos. Los gascones Marcabrú y Alegret, y el gallego Pella, residente en la ciudad y amigo del Alfonso VII, eran los más celebrados. (Continuará)