El San Pablo aterrizó ayer por primera vez en Letonia, un país singular cuya historia y carácter están marcados por las continuas invasiones. Situado a las orillas del mar Báltico y con apenas dos millones de habitantes, esta república exsoviética tiene su núcleo en Riga, su capital, donde reside un tercio de la población. La ciudad, bañada por el río Daugava, es una joya del Art Nouveau y su casco histórico es Patrimonio Mundial de la UNESCO. En la mañana de hoy, apenas había gente por las calles y los negocios estaban todos cerrados como consecuencia de la pandemia. Un ambiente desolador en una zona normalmente copada por los turistas.
Letonia estuvo poblada por tribus bálticas desde el 3.000 A.C., aunque siempre fue acosada por pueblos fronterizos. Ya en la época contemporánea, la Unión Soviética la incorporó a su ‘imperio’ durante la II Guerra Mundial, después fue invadida por los nazis para más tarde caer de nuevo en manos comunistas. No logró la independencia hasta 1991.
Esa época bajo la tutela de la URSS creó un sentimiento ‘antirruso’ en gran parte de la población. De hecho, los hijos de ciudadanos que llegaron a Letonia desde la URSS durante la ‘ocupación’ no tienen la nacionalidad letona pese a haber nacido en el país. No pueden votar, no tienen pasaporte, no pueden desempeñar cargos públicos... son apátridas porque Rusia tampoco les reconoce y representan a más del 10% de la población.
Pese al odio hacia lo ruso, todo el mundo entiende la lengua de Dostoevsky, aunque el idioma oficial es el letón.
Como curiosidades, decir que el deporte nacional es el hockey sobre hielo, que hace más frío que en Burgos y que sus ciudadanos se jactan de tener las mujeres más guapas del mundo.