Es un estudio y una galería, un pabellón que fue fabrica de la familia y en el que están las huellas de algunas de sus máquinas, un espacio para mostrar toda una trayectoria, la que ha llevado a María José Castaño a pintar el cielo del mundo en el paisaje del Arlanza. Esa nave industrial (Los Llanillos, en Cascajares de la Sierra -que sería la envidia de cualquier neoyorquino-) es desde el sábado un lugar de encuentro y exposición con la pintura de Castaño, con lo que la perturba y la inspira, con sus musas y sus guerras interiores, sus pigmentos y sus brochas. El pabellón se ha convertido en un paisaje pictórico en el que crece la sabina y, ahora también, florece el rododendro, la flor nacional de Nepal.
Porque María José Castaño ha abierto al mundo su lugar de trabajo después de regresar del país asiático. De pintar los lagos y campos de arroz, a los elefantes y rinocerontes, las jacarandas y los flamboyanes mientras esperaba recoger con su pincel la montaña del Machapuchare, en el Himalaya, que en las primeras semanas le ocultaban las nubes y los monzones: «Tenía cierta inquietud porque no conseguía acercarme. Es como si me hubiera estado preparando, empapándome de todo lo demás hasta conseguir el estallido final con ella en primer plano», explica la artista burgalesa. Un paisaje imponente que Castaño ha hecho coincidir con el que siempre aflora en sus lienzos: el Guijarrón y la peña Carazo, modestos en altura pero igual de impresionantes en los tonos, las formas sinuosas y la textura de su obra.
Con Nepal en el Arlanza la pintora ha encontrado un medio para hermanar ambas montañas y fusionarlas en un mismo cielo, mientras el resto de su obra subraya la importancia del paisaje y sobre todo de las raíces. «Hay tres tipos de artistas: los que se inspiran en el terreno y dan sus frutos en él; los que se transforman en el viaje y quienes enraizados tienen en el viaje su inspiración», afirmó en la inauguración René Jesús Payo incluyendo a Castaño en este tercer grupo. Porque su pintura bebe de los sabinares y el Arlanza, pero también de los rascacielos de Nueva York, el papel de arroz y la tinta de China, la arena de Atacama, el Atlántico de la Graciosa o el Mediterráneo de Ibiza. «El viaje es mi modo de trabajar, de inspirarme. Pero fue al regresar de Nepal cuando le di vueltas al lugar donde exponer la obra y me di cuenta de que el pabellón era un espacio a valorar, además de un lugar desde el que abrir la obra a la provincia», relata.
A ese hermanamiento entre paisajes, culturas y pueblos asistió la embajadora de Nepal, la doctora Sarmila Parajuli Dhakal, quien destacó «la conexión» entre los dos países a partir de la fusión de sus montañas. Una amalgama que se resume en el mural de 8 metros pintado a la entrada del pabellón, donde la silueta de los montes Annapurna convive con la del Guijarrón, los templos budistas con la ermita de San Pelayo y la sabina con el rododendro. Desde esa cima, Castaño llena vida los horizontes azules a los que el catálogo de Asís G. Ayerbe permite colgar en un caballete o en la maqueta a construir del pabellón.