Un rey apodado, y con razón, el Sabio, el X , de nombre Alfonso al igual que muchos de los de su linaje como el conquistador de Toledo o el vencedor de las Navas, vino a convertir en el siglo XIII a Toledo en el lugar al que peregrinaron los ilustrados del mundo. Unos muy especiales y trascendentales viajeros que vinieron a su Escuela de Traductores, a quienes se fueron uniendo otros en busca de los conocimientos y saberes que allí y desde ese lugar se compilaron tradujeron y se expandieron por la Europa más avanzada.
Su empresa tenía en sus antecesores ya un importante precedente. Los anteriores Alfonso de su estirpe, desde el VI que reconquistó la ciudad y estableció allí su Corte y puesto con su tolerancia las bases de lo que allí se gestó, contribuyeron a ello. En tiempos de su nieto, Alfonso VII el Emperador, se produjo un hecho de gran trascendencia: los imperios islámicos norteafricanos, que se habían apoderado del Al-Andalus, acosaron, persiguieron y expulsaron a las comunidades judías. Los hebreos, desde el principio de la conquista musulmana, habían tenido un papel colaborador y relevante, siendo favorecidos por emires, califas y reyezuelos de las taifas, privilegiándolos sobre la población que perseveró en el cristianismo, los mozárabes. Estos fueron los grandes marginados y oprimidos por el poder mahometano. Con la llegada de los fanáticos almorávides y luego de los almohades, los hebreos pasaron a serlo también hasta decretarse edictos y expulsiones contra ellos. La primera, y muy dura, tuvo lugar en el año 1146. Tuvieron que huir y no pocos tomaron rumbo a Toledo. El nuevo monarca tuvo el acierto de colocar a su lado a personalidades hebreas y que estos les dieran certeza en sus fronteras de que en su reino iban a ser bien acogidos. Fue secundado incluso por el clero cristiano, como fue el caso del arzobispo Raimundo de Sauvetat quien aprovechó la coyuntura de la convivencia con judíos y musulmanes para auspiciar traducciones que eran demandadas por las Cortes cristianas y no solo las hispanas, sino de toda Europa.
A tal corriente se unieron luego tanto Alfonso VIII de Castilla como su primo Alfonso IX de León, con la fundación de los studii de Palencia y de Salamanca (1218), donde comenzó a aflorar una relativa diferenciación de los maestros y escolares de ellas con las enseñanzas estrictamente religiosas y catedralicias. Tal tendencia prosiguió con la llegada al trono de Fernando III, que unificaría ya para siempre ambas coronas y encontraría ya en su hijo Alfonso X la protección y el decidido apoyo que necesitaba para levantar del todo el vuelo. Este entendió que Toledo era el lugar y allí lo fundó sobre la base del centro traductor que ya existía desde los tiempos del citado Raimundo de Sauvetat, circunscrito hasta entonces a astronomía y leyes, extendiéndolo a otros conocimientos y saberes. La Escuela de Traductores de Toledo había sido bautizada y confirmada e iba a convertirse en la Luz de Europa.
Los textos comenzaron a pasar del hebreo o del árabe, algunos originariamente griego, al latín y como enorme y decisiva novedad, a la lengua romance, a un idioma hoy tan actual como es el castellano, el español universal, hablado en la actualidad por más de 600 millones de personas. Esta lengua nuestra fue, pues, la primera de las modernas a la que fueron transcritos los saberes que en el mundo habían sido. Las obras de Aristóteles, por poner un ejemplo, llegaron así a reaparecer en la cultura occidental.
Los sabios comenzaron a llegar y a quedarse y otros tras ellos a aprender lo que allí iba emergiendo. Ya en el siglo XII hay constancia de la presencia de intelectuales como el italiano Platón de Tívoli o del ingles Adelardo de Bath junto a hispanos como el judio Abraham bar Hiyya o el clérigo Dominicus Gundissalinus, miembro de la diócesis de Segovia. Los textos que se traducen, y esto es lo que supone la gran novedad, tienen en muchos casos la coincidencia de ser obras y tratados de ciencia y filosofía de autores griegos volcados al árabe y que pasan al latín y al romance. Existe una gran variedad temática y se mezclan obras de alquimia, geometría, filosofía, matemáticas o medicina a las que Alfonso iba a añadir, atendiendo a sus gustos, la astronomía y la astrología.
En un primer período y antes de la llegada al trono de Alfonso X, pero con este ya implicado como príncipe heredero en la tarea, se unieron a los citados nombres otros como los de Hermann el Dálmata, Hugo de Santalla, Roberto de Chester, Rodolfo de Brujas y Gerardo de Cremona, el más activo de todos ellos, ayudado por un nutrido grupo de colaboradores y al que debemos una larga serie de obras de algunas disciplinas mencionadas anteriormente. El flujo de europeos se incrementa cada vez más y llegan a la ciudad Alfredo de Sareshel, Hermann el Alemán y Miguel Scott. Ya con el Sabio en el trono, se produce el arribo, sobre todo, de una destacada nómina de eruditos judíos muy cercanos a la propia figura del rey como Abraham Alfaquí, Yehudà ben Mosé, Samuel Levy e Ishaq ben Sid, de gran renombre en su tiempo y a los que se deben las traducciones, entre otras, de obras tan notables como Lapidario, Libro conplido en los judizios de las estrellas, Libro de la Alcora, Libro de las estrellas fijas y Tablas astronómicas. Junto a ellos estuvieron Buenaventura de Siena quien, amen del latín, tradujo algún ejemplar al francés, como el Libro de la escala de Mahoma; Egidio de Tebaldis, Juan de Cremona y Juan de Messina.
Con ellos y con muchos más cuyos nombres se han perdido, Toledo se iba a convertir tanto en un lugar de peregrinación y residencia del saber universal, como en un foco irradiador de la luz del conocimiento por todo el continente europeo. Así fue y no al revés como tantas veces hemos de oír decir y aguantar, cargando a aquellos reinos cristianos con la patraña de un atraso, una barbarie y una penuria intelectual que no solo son falsas sino que están en la antípoda de lo que fueron en realidad.
Le debemos también al rey Sabio algo más. Él mismo no fue tan solo el gran impulsor, sino también un brillante actor de su propia obra y un destacado literato. Elevó al rango de Universidad los Estudios Generales de Salamanca (1254) y Palencia (1263), siendo la salmantina la primera en ostentar ese título en Europa. También alentó y colaboró en la redacción de una obra historiográfica esencial, La Estoria de España, conocida Primera Crónica General, que supone la primera Historia de nuestra Nación desde sus entonces asumidos orígenes bíblicos y legendarios, pero después ya mas precisos y documentados hasta llegar al tiempo de su propio padre, el rey Fernando II el Santo.
Y en ella, y como prólogo, figura su Oda a España, donde queda patente la sensación de pertenencia a ella como tal. Era una España y una península, ya por entonces, muy mayoritariamente en manos cristianas, pues tan solo quedaba en las musulmanas el reino nazarí de Granada. Esta es la descripción y la alabanza de la tierra a la que se siente pertenecer el rey Alfonso X el Sabio, que también fue por ella viajero y a la que en sus palabras tanto demuestra querer:
«E cada una tierra de las del mundo et a cada provincia honró Dios en señas guisas, et dió su don; mas entre todas las tierras que ell honró más, Espanna la de occidente fue; ca a esta abastó él de todas aquellas cosas que homne suel cobdiciar. (E los godos) fallaron que Espanna era el meior de todos, e muchol preciaron más que a ninguno de los otros, ca entre todas las tierras del mundo. (...) riega se con cinco ríos cabdales que son Ebro, Duero, Tajo, Guadalquivil, Guadiana; e cada uno dellos tiene entre si et ell otro grandes montañas et tierras; et los valles et los llanos son grandes et anchos, (…) Espanna es abondada de mieses, deleitosa de fructas, viciosa de pescados, sabrosa de leche et de todas las cosas que se della facen; lena de venados et de caza, cubierta de ganados, lozana de caballos, provechosa de mulos, segura et bastida de castiellos, alegre por buenos vinos, folgada de abondamiento de pan; rica en metales, de plomo, de estaño, de argent vivo, de fierro, de arambre, de plata, de oro, de piedras preciosas (...)».