A las puertas de la primavera, y en vísperas del Día Mundial de la Poesía, este periódico nos regaló ayer una de las noticias más hermosas que hemos recibido en mucho tiempo por estos lares: resulta que entre los documentos que conserva la Institución Fernán González en Burgos ha aparecido un poema desconocido, y aparentemente inédito, de Antonio Machado. Se trata de un puñado de versos, rasgados en una cuartilla envejecida, que nos han devuelto por un instante a nuestros tiempos de infancia y adolescencia, cuando la literatura jugaba un papel menos episódico en la instrucción de los jóvenes y nos sumergíamos a través de la obra machadiana en un universo estético único y en una forma de amar a España, honda y reflexiva, bien distinta de la que nos proponen los camorristas que se envalentonan modernamente en el escaparate público de nuestro país.
Además, el feliz hallazgo del poema viene a resarcirnos de otros descubrimientos, estos mucho más amargos, de los que hemos sido puestos en autos en las últimas semanas. Así, se nos revela que no hemos aprendido nada de la dramática crisis económica que estalló en 2008 y todo el sufrimiento que acarreó, y que un terremoto financiero vuelve a sacudir Estados Unidos y hasta los imponentes bancos suizos, refugio de piratas que creíamos inexpugnable y que ahora enseña unos pies de barro del que a lo peor acabamos salpicados. También hemos tenido que aceptar de una vez por todas que el fútbol, esa pasión infantil que nos ha acompañado media vida, no es ya sino un colosal negocio envuelto en fango. Y, en fin, hemos descubierto que la ultraderecha cañí no piensa cejar en su cruzada contra la inmigración, a despecho de los expertos que la señalan como solución al gravísimo problema de natalidad que padece España.
Esos defensores de la pureza de sangre, y otros muchos que agitan banderas belicosas en nombre de sagradas patrias, deberían leer a don Antonio Machado, indiscutible símbolo nacional que descansa en un pequeño rincón de suelo francés, quien escribió una vez que solo nos pertenece la tierra donde morimos. Tampoco es que crea uno, a estas alturas, que la poesía vaya a cambiar un ápice las cosas, pero siempre estaremos dispuestos, ingenuos irreductibles como somos, a esperar otro milagro de la primavera.