Al menos una vez al año Felipe VI nos invita a darnos un baño de sentido común. Lejos de la insoportable banda sonora que genera la reyerta política nacional, nada tan entrado en razón como las apelaciones a entenderse en lo esencial y relativizar lo accidental. En eso consiste el oficio de Rey. En hacer suyos los latidos conciliadores de la mayoría, donde reside la sed de centralidad de un pueblo de escarmentada memoria. Ahí es dónde sentido común y bien común se dan la mano como exigencias del buen gobierno en una sociedad con aversión al trauma. De traumas ya sabe bastante el pueblo español. Y no está por la labor de reproducirlos.
Ni de lejos puede decirse que el Rey, en su mensaje navideño del martes pasado, apostase por la uniformidad. Hizo un reconocimiento expreso al contraste político y el democrático juego de las formas diversas de afrontar los problemas (vivienda, inmigración, exclusión social). Lo cual permite, por ejemplo, que las fuerzas separatistas desdeñen sistemáticamente los mensajes del Rey. O que los portavoces de Sumar y de Podemos lo consideren "derechizante". Lógico, previsible y, por supuesto, legítimo. Como legítimo, lógico y previsible es que el jefe del Estado, en el ejercicio de su función representativa de todos, no de una parte, inste a los actores políticos a impedir que la diversidad no derive en reyerta incompatible con el reencuentro en espacios comunes.
Los espacios comunes nos vienen dados de nuestra comunión en valores compartidos. Cuando Felipe VI reclama serenidad en la bronca política no solo está conectando con una demanda mayoritaria del pueblo soberano. También se está tomando la molestia de recordarnos los cimientos de esa demanda, que están perfectamente recogidos en la letra y el espíritu de la Constitución de 1978.
Puso el acento en dos de ellos: la fe en la democracia liberal (urnas libres) y el respeto a los derechos humanos (humanismo cristiano). Y, no sé bien por qué, o lo sé demasiado bien, olvidó o minimizó el imperio de la ley en un Estado de Derecho (separación de poderes). Algunos se malician en ese punto la mala conciencia por el recuerdo de un padre poco ejemplar en ese sentido. O, por otras razones, la furtiva influencia de la Moncloa por problemas judiciales de cercanías. Pero, como no tengo ciencia propia de lo uno ni de lo otro, me abstengo de insistir.
Por lo demás, el undécimo mensaje navideño de Felipe VI estuvo marcado por las riadas del 29 de octubre, que causaron más de 230 muertos y llevaron ruina y sufrimiento a las zonas afectadas. La "dana" nos retrató a todos, gobernantes y gobernados. Y el Rey, puesto en el lugar de las víctimas, también nos retrató a todos. En lo positivo, con un sentido elogio de la espontánea solidaridad de la gente. Y en lo negativo, con su implícita crítica a la lentitud con la que están llegando las ayudas oficiales.