Si hay algo que la Navidad difunde es la solidaridad, las ayudas sociales y asistencia a los que más lo necesitan parecen cobrar un sentido especial estos días, pues bien, ejercer la caridad, fue una de las virtudes cristianas que se intentaron desempeñar con la mejor disponibilidad durante toda la Edad Media y siglos posteriores, y tuvo su principal referente en la fundación de obras pías como la mejor forma de cumplir con este precepto que ningún cristiano viejo omitía.
En la catedral el cabildo contó con una obra pía dedicada a los Niños Expósitos, siendo éste un tema especialmente sensible por la gran cantidad de niños que quedaban huérfanos o desamparados por las guerras, hambrunas y continuadas crisis de subsistencia, y la dificultad de alimentarlos y sacarlos adelante, no es de extrañar que la obra pudiera abarcar a cualquier niño abandonado en Burgos y en los pueblos de alrededor. Los niños se dejaban bien en la propia catedral, en alguno de los altares de las distintas capillas, y al parecer con especial hincapié en el altar de Nuestra Señora de los Remedios, (imagen de piedra, tenida por milagrosa, que hoy día está en el tímpano de la entrada a la capilla del Cristo, pero que parece ser ocupó otros lugares más relevantes). Otras veces los niños se depositaban en las puertas de las casas de los canónigos en el Corral de los Abades, Pozo Seco, la Lencería, lugares habituales de vivienda para los clérigos que servían en la catedral o parroquias aledañas. Una vez recogido el niño, casi siempre recién nacidos o de muy corta edad, se entregaban a un ama de cría o al hospital de San Lucas, en las cercanías del antiguo convento de San Pablo, fundado en 1288 por Pedro Sarracín, que tenía asignada esta función de atender a los niños expósitos y cuya desaparición en el s. XVI hizo que todos sus bienes se aplicaran a esta obra pía.
También se recogían niños en el hospital de Michelote o de Santa María de los Huérfanos, situado en lo que hoy es la calle Avellanos, próximo a la iglesia de San Gil, que en 1482 solicitaba 4.000 maravedís anuales para la crianza de los niños. En 1495 la Orden del Santo Espíritu pide hacerse cargo de estos niños, pero el cabildo no se lo encomienda.
Desde pleno siglo XV en los testamentos de clérigos y particulares se suceden las mandas y disposiciones para contribuir a la crianza de estos infantes. En 1492, el arcediano Pedro Girón, deja lo que se obtiene de la renta del préstamo de Arcos para la crianza de estos niños abandonados, y es que las amas de cría percibían por cada niño que acogían, bien en sus casas o en el propio hospital de Michelote de 200 a 300 maravedís anuales por cada niño. También se aplicaban a la obra pía algunas penas pecuniarias en las que incurrían los capitulares al descuidar sus obligaciones, sobre todo aquellas que se derivaban de las faltas cometidas en el servicio del altar y coro. En 1605 se mandaba que los maestros de ceremonias castigaran con 2 reales a los caperos que no tomaran a tiempo su capa, y ese mismo año se penó con un escudo a todos los que no salieron a recibir al arzobispo Alonso Manrique que venía de Valladolid. Mayor pena se impuso en 1606, pues se castigó, para socorro de los niños, con 12 reales a los beneficiados que vieron las fiestas de toros desde otro lugar que no fue el corredor y tablado que tenía el cabildo dispuesto en la plaza para este menester. En 1607 se aplican directamente 100.000 maravedíes de la mesa capitular.
Hubo rentas fijas: en 16 de junio de 1569 Felipe II concede a esta obra pía 8.578 maravedís de renta anual sobre las tercias (ingreso concedido a la iglesia) de Villafranca Montes de Oca, y Felipe III asigna el 24 de diciembre de 1614 para los expósitos 68.182 maravedís de renta sobre las alcabalas de Burgos, las alcabalas eran algo así como el IVA de la época y gravaban todas las operaciones comerciales.
La obra pía de Niños Expósitos contaba con unos diputados y un mayordomo que nombraba el cabildo de la catedral, y que solía ser elegido entre los propios capitulares. Ellos eran los encargados de llevar la relación de los niños que se recogían, anotar a quiénes se entregaban y administrar todas estas limosnas y rentas fijas que gozaba la obra, y pagar a las amas de cría. En 1622 aparece la figura del rector a cargo de toda la dirección, que durante este año fue Claudio Oliva de Robles.
Los primeros libros en los que se refleja esta administración son del s. XVI, aunque existieron otros anteriores que ya no se conservan. En ellos consta el nombre con el que se ha bautizado al niño que indefectiblemente recibía el apellido de Santamaría, la asignación a cada uno de ellos de dos a cuatro reales al mes para su subsistencia o de cuatro ducados al año, parece ser que se daba un real más por las niñas, lo que nos da pie a pensar que éstas eran menos requeridas, porque después de todo muchos niños se convirtieron en los brazos que se necesitaban para trabajar en algunas casas y se prefería a los chicos. Encontramos también reseñado el nombre de quién se encarga de la criatura, a veces con familias que se convertían en una especie de casa de acogida, y en ocasiones se anota el lugar donde apareció el niño “echose en la iglesia”.
Muy pocas veces encontramos unas notas aparte prendidas con alfileres en la ficha de cada pequeño, que algunos niños llevaban entre sus ropas cuando fueron abandonados, en ellas se daban algunos detalles de su nombre de pila y si ya habían sido bautizados, incluso a alguno se le describe con una manta o alguna prenda que llevaba puesta -el último recuerdo de la identidad de quienes tuvieron que dejarlos quizás a su pesar-.
Los libros presentan muy a menudo la triste nota “moriose” o “se murió” debajo de cada nombre. Y es que a pesar de las buenas intenciones, de las limosnas y de los cuidados que se otorgaban, no siempre las amas de cría y otros encargados cumplían con su cometido y daban una mala atención, las malas gestiones, fraudes, las enfermedades y el hambre daban como resultado una gran mortandad infantil, la mayoría de los niños no llegaban a los cuatro años de edad. Sin embargo en otros casos los pequeños corrían mejor suerte. El 12 de agosto de 1619 Catalina de Morales solicita amparo para un niño al que ha cuidado durante seis años, porque los niños mayores de siete u ocho debían ser despedidos de donde se les acogía; en esta ocasión se admite a este niño, del que no conocemos ni el nombre, en la Casa de la Doctrina. La infancia era muy corta, casi inexistente. Afortunadamente también nos encontramos con cartas de prohijación: el 4 de julio de 1594 Pedro Gómez y su mujer adoptan a Pedro e Isabel de Santamaría, niños a los que habían criado, o la carta de adopción del 1 de mayo de 1619 de Blas de Rodrigo, un trabajador, así se le llama, y Magdalena Ruiz para una niña de cinco años llamada Francisca.
Debido a esta mortandad y a la precariedad y pobreza de estos niños, en 1608 el cabildo encarga a Martín de Aresti y al maestro Luis Jofre de Loaisa que los visiten, en un intento de conseguir una mejora administrativa y de sustento. En noviembre de este mismo año el cabildo decide dedicar un hospital para recoger a estos niños en una casa, que estuvo situada en una esquina de la plazuela del Sarmental, bajo la advocación de la Piedad, y siendo rector el abad de Foncea se le manda poner en el hospital una imagen de Nuestra Señora de la Piedad, una lámpara y un cepo para las limosnas, además de todo lo que considerara necesario. Para su inauguración se hace una procesión solemne con el cabildo, el Ayuntamiento y la clerecía de la ciudad y la denominada Universidad de Curas. En 1609 el arzobispo Alonso Manrique daba 500 reales para el hospital. A la cabeza del hospital había un ama mayor a la que obedecían todas las demás, que en 1621 fue María de Ayuso. Las amas de cría percibían durante la Cuaresma cuatro panes y una “pescada” de abadejo, además de su salario, que para el ama mayor era de 40 ducados.
Pese a estos buenos comienzos en junio de 1609 el mayordomo de los niños expósitos, Eusebio de Viana Oliva, junto a otros capitulares que se nombran por votación, tiene que dedicarse a buscar remedio a todos los fraudes y engaños que se habían detectado en la obra pía. Ser mayordomo de esta obra suponía un grave quebradero de cabeza y en 2 de mayo de 1611 el canónigo Hernando Rodríguez para sustraerse de esta obligación se ofrecía a prestar 200 ducados a quién se hiciera cargo de ella o a dar 300 reales de limosna para pañales. En 1623 se asignan de limosna la quinta parte de todas las obras pías de la diócesis, por la gran cantidad de niños que había y la falta de caudales. Y es que la obra pía de los expósitos siempre adoleció de grandes carencias y muchas dificultades.
Según nos cuenta I. Cadiñanos Bardeci las ideas de la ilustración vinieron a mejorar, al menos en parte, esta situación, porque en 1766 todas las obras pías dedicadas a los huérfanos, pobres y demás necesitados se centralizan y la asistencia comienza a prestarse en el Hospicio Provincial, donde se recogieron a todos aquellos, niños y mayores, provenientes del Hospital de la Misericordia, Hospicio y Niños Expósitos. Allí todos los niños permanecían hasta los nueve años y después pasaban a aprender un oficio para comenzar ya casi su vida adulta.