Hoy sería una aberración imposible en los cánones arquitectónicos y urbanísticos de una ciudad que es cuna de tres patrimonios de la Humanidad, pero el caso es que durante treinta años compitió de igual a igual con las agujas de la Catedral por el cielo de Burgos y fue el símbolo omnipresente de la orgullosa urbe industrial surgida en el último tercio del pasado siglo.
A nadie se le ha ocurrido hasta ahora colocar una triste placa conmemorativa que recuerde, al menos, el emplazamiento de la Cellophane Española, tan solo queda la tapa de una alcantarilla olvidada con su nombre, que para algunos de sus últimos trabajadores abre un universo de recuerdos y vivencias imborrable.
Se cumplen estos días veinte años de la demolición de la chimenea de la Cellophane Española, una operación tan espectacular y extraordinaria como aquel enorme tubo de hormigón de 150 metros de altura, obra de ingeniería firmada por José López Jamar y ejecutada por la constructora Agroman. Fue el santo y seña del histórico fabricante del papel de celofán, el envoltorio clave, entre otros muchos usos, de las cajetillas de tabaco.
Su robusta silueta ha quedado anclada en los recuerdos de generaciones y generaciones de burgaleses que han crecido a su sombra. Pero el tiempo pasa, y los más jóvenes desconocen qué hubo y qué ocurrió donde hoy se ha consolidado una amplia zona residencial de más de 20 hectáreas, que toma el nombre de la gran fábrica que allí estuvo ubicada, inaugurada por Franco el 29 de julio de 1949 y cuya plantilla llegó a reunir a 1.100 trabajadores en sus buenos tiempos.
El punto más alto de la chimenea casi alcanzó los mil metros sobre el nivel del mar (la base de la fábrica estaba a 849,90 metros). Su altura dobló, para el disgusto y la impotencia de las autoridades de Patrimonio de entonces, la de las dos agujas de la Catedral y, por 70 metros, lo que quedaba de los torreones del Castillo.
Antonio Tamames, que trabajó durante 32 años como delineante de la fábrica y que también colaboró en el diseño de la chimenea, precisa que le faltaron 10 centímetros para llegar a los mil metros.
Coronado por una gran banda negra de 10 metros de altura (como la boquilla de un enorme pitillo invertido), el enorme tubo de escape se veía de día desde cualquier punto de la ciudad y su entorno y de noche se intuía por el parpadeo de las balizas rojas de emergencia colocadas en sus costados cada 50 metros y en lo más alto de su copa.
Pese a los avisos de Navegación Aérea, la chimenea nunca cumplió con la normativa, que obligaba a pintar con grandes bandas blancas y rojas todo su alzado, lo que hubiese sido el colmo para el horizonte urbano.
Diseñada en 1974 e inaugurada en la parada de fábrica de agosto del año siguiente, su construcción supuso una inversión de 44,2 millones de pesetas (265.000 euros al cambio de entonces) y la realización de una obra pionera en España. Sin duda, fue una de las más altas de Europa en su tiempo.
La chimenea se asentó sobre una gigantesca base cilíndrica de hormigón de 21 metros de circunferencia y 4 metros de altura, anclada al suelo con 16 pilotes de 2 metros de ancho enterrados hasta 25 metros de profundidad.
La construcción del tubo fue en continuo, utilizando una estructura de encofrado deslizante de metro y medio de ancho que ascendía pulgada a pulgada a medida que iba creciendo y asentándose el hormigonado.
En realidad, fueron dos chimeneas en una. El hormigón deslizante exterior, de 20 centímetros de espesor, ocultaba una chimenea interna y, entre medias, una escalera de servicio que ascendía hasta su copa en tramos verticales de 25 metros. El paso de los gases de ácido sulfúrico, muy corrosivos, obligó a construir un conducto interior recubierto con ladrillos refractarios.
Ángel García Pardo, analista de seguridad, técnico de Prevención de Riesgos Laborales y con 25 años de trayectoria en la fábrica, recuerda como si fuese ayer lo que costaba subir hasta los 50 metros de aquel monstruo. A esa cota se alcanzaba una pequeña plataforma dotada con boquillas de acero donde los técnicos de la Junta podían introducir sondas para tomar muestras de todos los gases contaminantes que generaba esta industria, que no eran pocos...
«En una ascensión me enganché y doblé mi alianza y, desde entonces, no la llevo», rememora Ángel con una sonrisa y alzando el dedo anular de la mano derecha.
Un pasillo de apenas un metro de ancho sobre un oscuro pozo de 7 metros de diámetro -y sin protección alguna- coronaba la obra. «El hormigón sufrió mucho allí los rigores del invierno y hubo que hacer reparaciones porque se desprendía».
Ángel y Antonio recuerdan el rayo que achicharró un día todos los equipos. «Vinieron unos técnicos de Bilbao que eran familia y que parecían los artistas del trapecio. Todos los veíamos desde abajo andando por la copa y realizando los trabajos como si nada...».
50 kilómetros. La mole de hormigón sustituyó a mediados de los 70 a la vieja chimenea de ladrillo con la que compartiría espacio hasta la demolición de ambas. Con apenas 60 metros de altura, la vieja chimenea se vio incapaz de alejar de los tejados de Burgos la suciedad, toxicidad y malos olores que generaba el fuel mexicano que alimentó las calderas de la fábrica y los gases del proceso de fabricación en la zona de hilatura. Los 150 metros permitieron alejar las emisiones (que no eliminarlas) a más de 50 kilómetros de la ciudad.
En 1987 se instalaron las calderas de gas. La Cellophane dejó de ahumar (que no de contaminar) y se convirtió en el primer cliente del gas natural en Burgos. Es más, fue la industria motora para la introducción de esta energía en los hogares burgaleses.
Demolición. La desaparición de este hito industrial a principios de 2004 vino precedida de cierta polémica. Hubo quien apostó por su conservación, pues defendían que ya formaba parte del paisaje urbano, aunque la idea fue descartada porque, tras el cierre de Cellophane en 2001, ya no servía para nada y su conservación y mantenimiento eran muy costosos.
Hubo una empresa, Demoliciones y Reciclados, que propuso volarla en apenas dos segundos utilizando la Goma-2 como explosivo, el mismo operativo que se realizó con la vieja fábrica de Campofrío y que obligó al desalojo de una parte del barrio de Capiscol.
La proximidad del monasterio de Las Huelgas (cuya abadesa siempre mantuvo una estrecha relación con la fábrica vecina), del Arco del Amparo y de las viejas viviendas de este entorno histórico desaconsejó el proyecto. Tanto patrimonio no iba a que ser inmune a la onda expansiva... Sendos informes de Patrimonio Nacional y de Patrimonio Cultural descartaron definitivamente la voladura.
Finalmente, se optó por traer una grúa de Usabiaga desde el puerto de Ferrol, tan gigantesca y espectacular como la propia chimenea. Sus 800 toneladas y sus 175 metros de altura repartidos entre dos brazos de 80 y 90 metros requirieron del transporte especial de más de 30 camiones.
Una enorme pinza manejada por control remoto fue comiendo poco a poco el hormigón, en un espectáculo que fue seguido -jornada tras jornada- por cientos y cientos de burgaleses, mayores, jóvenes y niños. Fue, sin duda, uno de los eneros más entretenidos que ha vivido la ciudad y que culminó con una montaña de escombros.
«Yo no lo vi. Me dio pena. Es más, no he paseado por el lugar hasta pasados muchos años. Sinceramente, me dio mucha rabia que la empresa se cerrase cuando mejor lo estábamos haciendo», se lamenta Ángel.
La Cellophane operó durante 52 años y desapareció en apenas tres meses para dejar paso a cientos de viviendas. «Fue una gran empresa que aportaba muchos y buenos salarios. Mucha gente vivió directa e indirectamente del papel celofán en Burgos».