Urgía, por cuestiones que no vienen al caso, hacerse con un certificado de empadronamiento. 'Glups', nos dijimos: la semana se presentaba corta por la Pasión del Señor y el correspondiente descanso de los empleados municipales que atienden el Servicio de Estadística, esa oficina en la que se realizan los trámites relacionados con el Padrón. 'Glups', volvimos a decirnos al recordar las bien nutridas y largas colas que acostumbran a formarse en esta sección del Ayuntamiento de Burgos que se ubica en el pasaje que une el Espolón con la Plaza Mayor. 'Glups', nos reafirmamos sin remedio cuando, tras personarnos a media mañana, nos fue comunicado que ya no cabía la posibilidad de ser atendidos, recibiendo la recomendación de madrugar un pelín al día siguiente y aguardar estoica espera en pos de mejor suerte. El enésimo 'glups' resonó en nuestro interior como un trueno traicionero -que vino acompañado de un escalofrío- cuando consultamos las previsiones climatológicas para el día siguiente. Fueron certeras de todo punto: un gradito a eso de las siete de la mañana, hora a la que se nos aseguró que habría opciones reales de conseguir nuestro objetivo.
Ignorando si es verdaderamente Dios quien echa una mano al que se levanta antes del alba, como recoge el refrán, o si, por el contrario, el éxito de cualquiera que sea la empresa ha de atribuirse en exclusiva a quien abandona el calorcito de la cama a extemporánea hora para echarse a las frías calles de este marzo arrabalero y canalla, lo cierto es que nos ganamos la 'pole position', hecho que hubiésemos festejado de habernos cruzado con alguien en el instante de colocarnos en la parrilla de salida. Pero no había un alma. No todavía. Ya cantaban los pájaros y zureaban las palomas, eso sí, pero sólo sentíamos la mirada impertérrita de Carlos III y la indiferencia de los cuatro reyes del Espolón, que se quedaron de piedra al vernos aparecer por el ilustrado paseo sin acompañar al Rosario de la Aurora. Clareaba ya cuando nos apostamos en la puerta de Estadística, y se nos iluminó el alma al ver que había luz en su interior; una luz que sentimos promisoria, ilusamente: nunca franquearíamos la puerta antes de la hora oficial, para la que quedaban aún ciento veinte minutos.
Al rato, cuando ya los pies comenzaban a sentir el impacto del relente, nos vimos como niños frente al escaparate de Chapero o como Carpanta frente al de Juarreño, esto es, pegando la nariz al cristal que dejaba entrever el interior iluminado que imaginamos caldeadito, y donde se atisbaban unos estupendos asientos que hubiesen hecho más confortable y amable la larga espera. Fue, algo así, como el espejismo de un oasis en el desierto. Pero habíamos llegado armados de paciencia, y la compañía no tardó en ir apareciendo mientras el sol iniciaba su escalada por las ramas desnudas de los árboles para reflejarse en las galerías de los edificios. Para entonces ya habían atravesado el paseo unos cuantos seres vivos, e incluso un coche de Policía -que lo hizo como si se deslizara, sigilosa y lentamente, como una nave espacial que estuviera disfrutando de la contemplación de ese paisaje único que ha de ser el universo-. No tardó en iniciarse el inconfundible trajín del montaje de las terrazas y el ir y venir de los primeros repartidores. O sea, la vida cotidiana abriéndose paso.
La hilera de pacientes ciudadanos se adentra en la Plaza Mayor. - Foto: ValdivielsoTambién se desperezó, maldita sea la gracia, un vientecillo puñetero, y a fuer que lamentamos que no siguiera existiendo el Cafetín de las Cuatro Columnas que en los albores del siglo XX regentó allí mismo, a la intemperie, la señá Manuela, según cuenta en su libro de memorias la escritora María Cruz Ebro. Era lugar de encuentro, encrucijada en la que pegar la hebra a la vez que uno entraba calor bebiéndose un café de puchero. Muchos de los allí reunidos habríamos pagado gustosamente uno. Incluso a precio de turista. A las ocho la hilera de pacientes y heroicos ciudadanos ya alcanzaba el soportal de la Plaza Mayor, ahí donde los pilares exhiben las marcas de las dos inundaciones que convirtieron la ciudad en una Venecia castellana.
A falta de una hora para que se abriera la puerta, a más de uno nos asaltó la duda de llevar encima toda la documentación necesaria para conseguir nuestro fin, ya que por nada del mundo querríamos repetir la experiencia. La inquietud ya no nos abandonó. La suerte estaba echada, nos dijimos repasando una y otra vez los papeles, más por aburrimiento que por necesidad. El ajetreo de gentes yendo y viniendo no arredró a unas cuantas palomas que, confiadas, se acercaron a la fila de estatuas vivientes. Comoquiera que ninguno las echara una migaja de nada, no tardaron en alejarse con displicencia, picoteando aquí y allá los últimos resquicios del amanecer. Barrenderos, peregrinos, perros y algún adolescente en manga corta (la rebeldía es lo que tiene) iban entreteniendo la espera de la tropa. Hete aquí que, en torno a las ocho y media, se apareció ante la puerta, como una visión mariana, una funcionaria del servicio. Creímos, cándidos, que al menos podríamos rematar la guardia en la sala interior. Error: informó a los ateridos ciudadanos de que, hasta la nueve, nada. Bajonazo. Escalofrío. Resignación.
A un cuarto de hora del Paraíso ya éramos tantos que bien podríamos haber pasado por una cofradía en trance de ensayar algún paso de Semana Santa; quizás uno de los más dolorosos del Viernes Santo. Aunque apenas se debatió entre los presentes, lo poco que se puso en común vino a ser lo mismo, que resumiremos en incomprensión e indignación. Por más que desde el equipo de Gobierno municipal compuesto por PP y Vox se ha tomado alguna medida (eliminar la cita previa, salvo para las del viernes, fue una de ellas) la realidad -que es siempre obstinada- demuestra a diario que no ha sido la solución. Las largas colas y las eternas esperas se repiten todos los días. «¡Está claro que falta personal!», exclamaban algunos. «¡Esto es un sindiós!», proclamaban otros. Quien esto firma entró el primero -ese madrugón por su sitio tenía que cundir- y pudo cumplimentar la cosa pese a no sentir los pies y tener las manos heladas.
Ni hablar de volver mañana.