Dice este periódico que cierra el bar Mayoral, un clásico, que se suma a la larga lista de establecimientos comerciales que en los últimos meses han bajado la persiana dejando las calles huérfanas de luz y de vida. El vendedor se jubila, se va al paro o se busca la vida como puede, pero no se ata al mostrador para vender un solo pañuelo en ocho horas, porque el comprador se ha abrazado a la compra online, que es más cómoda, se entrega a domicilio, se devuelve sin peros y no exige el pago de la bolsa.
En general, el comercio de proximidad no mima al comprador, y el comprador se va; si no tiene lo que busca, se va, y si le tratan con desinterés, se va, y al vendedor se le pone esa cara desapacible que hace difícil la compra. Virgilio Mazuela cuenta en Los Burgos perdidos que cuando un burgalés pide en una tienda algo que no tienen y se dirige a la puerta del establecimiento para irse, oye la voz airada del vendedor que le dice: «Ni lo tenemos, ni lo vamos a tener». Y así, el comprador está molesto porque el comercio no le satisface, y el vendedor también, porque el comprador le es infiel, y es este un círculo vicioso de difícil arreglo.
Luego están los problemas del vendedor con los alquileres y la interminable lista de costes asociados a la venta, que asfixian y agrian al más pintado, pero este es otro cantar. Total, que añoramos los comercios de antes, las tiendas de antes, que daban globos a los niños y muestras de perfume, que sabían que cuando un comprador pisa el umbral del establecimiento hay que afinar la amabilidad, no solo para que no se vaya con las manos vacías, sino para que vuelva. De la hostelería, mejor no hablar; quien quiere tomar un simple café soporta la insufrible descortesía de que le llamen «chico» sea cual sea su edad y condición, la apatía en la atención, la falta de profesionalidad del sector. Cierra el Mayoral, cierran los de antes, los de siempre, y nos quedamos un poco más solos, un poco más fríos, un poco más tristes.
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