Quienes creemos en el feminismo y lo practicamos a diario, sin alardes ni concesiones, que es lo difícil, estamos estos días entre decepcionadas y muy cabreadas. Y no solo porque, una vez más, se confirma que no es buena idea ir dando lecciones de ética ni moral por la vida, sino porque las consecuencias de todo lo que acompaña a la dimisión del ya exdiputado Íñigo Errejón trascienden más allá de su vida y de las de sus supuestas víctimas. Porque a su alrededor hubo quien supo y calló, quien supo y protegió y, lo peor, quien supo y siguió aplaudiendo.
No me gustan los juicios en la plaza pública ni el linchamiento popular, los Tribunales sentenciarán, pero me confieso harta, harta, muy harta de abanderados y abanderadas. Por favor, que se callen ya, que nos dejen seguir con nuestra defensa cotidiana de la igualdad, que mucho más vale solas que mal acompañadas, que no necesitamos líderes ejemplarizantes ni gritos desde la tribuna y/o la pancarta. Que nos preceden décadas de avances protagonizados por nuestras madres y abuelas sin necesidad de que los salvadores y salvadoras de la patria acudieran en nuestro rescate. Ni antes ni ahora.
El daño a la causa feminista, que no es otra que la de la igualdad, es superlativo. Pero quienes hemos sido educadas de esta manera no podemos cambiar, somos así, y sabemos que seguiremos dando toques a compañeros, amigos, familiares y conocidos (de ambos sexos, pero practico economía del lenguaje), unas veces bienhumoradas y otras no tanto, por todos esos comentarios y actitudes machistas que vivimos en el día a día y que no toleramos. De esta manera, más bien anónima pero congruente, hemos conseguido mucho más que con los auto erigidos adalides de la causa. Flaco favor.