Cinco españoles, tres portugueses y un danés se encuentran en un bar de Madrid y empiezan a abrir botellas de lo más variopinto. Lo que sigue no es un chiste sino lo que tuvo lugar el pasado lunes en la presentación de Arriba!, una pequeña muestra de vinos de variedades antiguas de la Raya hispano-portuguesa. Se saldó con gran éxito de crítica y público.
Estando en el evento me acordé de la campaña electoral de estos días. Una Europa muy real se encontraba allí, en el reducido espacio del local, entre las mesitas reservadas a los bodegueros, en las conversaciones y en las copas. Tres o cuatro décadas atrás, esta escena no hubiera sido posible en España, aunque sí en Francia, Alemania o el Reino Unido. Nuestro sector vitivinícola le debe casi todo a la entrada en la entonces Comunidad Económica Europea. Dice Pedro Ballesteros, uno de los principales expertos del mundo del vino, que la fecha más importante de la historia del vino español es el 1 de enero de 1986. Por supuesto teníamos el viñedo y la tradición, pero hasta los años 80 la percepción de nuestros vinos seguía lastrada por la imagen de país atrasado, inmovilista y de escaso potencial cualitativo. La única excepción que confirmaba esa regla eran casos muy particulares, como los vinos de Jerez, o, en Portugal, los oportos. El día en que España se convirtió en miembro de la CEE empezaron a caer las barreras políticas, sociales, económicas, incluso psicológicas, que hacían del nuestro 'un país que era diferente en lo que no hay que ser diferente'.
Tras superar una larga negociación, los vinos españoles (y portugueses) accedieron de lleno al gran mercado europeo y, por extensión, mundial. Desaparecieron aranceles, cuotas y todo el rancio entramado de los mercados cerrados. Además, ganamos algo quizá menos evidente para el gran público: libertad de movimiento. A partir de los 90, un número creciente de jóvenes enólogos españoles se formaron en las escuelas de Burdeos y Montpellier y en bodegas de la Borgoña y del Ródano. Y sin necesidad de visados ni papeles. La dinámica fue recíproca, claro: muchos profesionales europeos se establecieron en distintas zonas de España, aportando nuevas visiones y energías. Esta libre circulación fue clave para cambiar mentalidades y aumentar el interés y la autoestima del vino español. Valió la pena y, ante los desafíos del presente, aquella historia sigue siendo importante.