En medio de la decepción con los políticos, de las acusaciones entre Gobierno central y autonómico, en medio del estruendo aumentado a veces por las voces mediáticas, un canto a la esperanza: esa fotografía de hileras de gente, llevando palas y carretillas, para echar una mano. Manos descoordinadas, entusiastas y a veces, ay, impotentes porque no había ningún responsable para dirigir su rumbo. Cuando dos centenares largos -aún no hay cifras definitivas-de cadáveres se apilan ante nuestro llanto, poco más cabe decir: hay más gente buena que saqueadores, desde luego. Hoy más políticos con lágrimas en los ojos que comisionistas pensando en cómo se van a forrar con la tragedia. Hay más llamadas en los medios a la cooperación entre administraciones que voces partidistas, sectarias, de venganza.
De acuerdo, pero y ahora ¿qué? Pues no es la hora de las dimisiones, ni de tirarse muertos a la cabeza: hemos llegado demasiado lejos, no hemos sabido reaccionar con presteza ante la catástrofe. Ni los centrales, ni los periféricos. Quizá tampoco nosotros, los encargados de juntar letras y palabras. Hay que abrir una nueva puerta, planificar la reconstrucción.
Dice el ministro Óscar Puente, la única voz gubernamental que, junto con la titular de Defensa, hemos escuchado -porque más de uno se ha escudado en un silencio oficial, que era más bien la expresión de la vergüenza-, que se gastará lo que haga falta en la reconstrucción de lo devastado, que es mucho. Quizá más de dos mil millones, quién podría calcularlo con exactitud ahora. Dice la ministra Margarita Robles que el Ejército estaba preparado, pero nadie lo llamó. Dicen los de la Generalitat valenciana que el Gobierno central se demoró a la hora de declarar la situación de emergencia. Cuando escuchas declaraciones más privadas te das cuenta de lo mismo: las culpas se pelotean, el fracaso -porque fracaso ha sido, al fin, la demostración de que no hemos sabido reaccionar a tiempo-se diluye. Y nadie se atribuye los éxitos, simplemente porque aquí no los hay, solo dolor.
Sospecho que empezará una era de 'vendettas' políticas. Se pedirán dimisiones, explicaciones en el Parlamento -y es lógico, admito--. Se harán análisis acerca de lo que se debería haber actuado y lo que no. Vamos a vivir un conjunto de mentiras, sacarán lo peor de sí mismos, como lo sacaron el miércoles pasado cuando decidieron completar el pleno que oficializaría la 'toma' de la televisión pública. Y todavía no hemos escuchado una voz de disculpa porque ni un solo diputado de la mayoría gobernante hubiese pedido perdón, hubiese tenido el valor de desmarcarse de la dirección de su grupo ante ese acto parlamentariamente infame; por cierto, una dirección, y unos grupos, que han quedado señalados para siempre.
Tiene que haber un antes y un después de lo que ha ocurrido. Todos tenemos que meditar todavía más en lo mal que hemos reaccionado que en lo mal que se previó casi todo. Es forzoso que, para compensar a esas víctimas, se abra una nueva era más de cooperación que de confrontación, más de autocrítica que de críticas. Lo contrario sería declarar moralmente muerto a este país, una traición imperdonable a esa multitud de gente que caminaba sobre el puente, sobre muchos puentes que han sobrevivido a la destrucción, gente afanosa por ayudar como fuese: ellos, los del puente, son España. La mejor España, retratada por los 'cartoonists' trabajando, como contraposición a los ataques vacíos e inoperantes de políticos contra políticos.
Mañana seguramente estaremos hablando de otras cosas: las elecciones norteamericanas, ciertas actuaciones judiciales, el fiscal general* Pero esta página horrible no se puede pasar sin un compromiso general de que no se volverá a actuar como se ha actuado. Estos muertos, que hoy tanto nos angustian, no pueden olvidarse ni envolverse en la bandera de los mutuos reproches. Pensad en los héroes anónimos del puente.