Diego Pérez Luengo

Plaza Mayor

Diego Pérez Luengo


Por quién doblan las campanas

19/10/2024

A las seis de la mañana en el aeropuerto todavía quedaban cuatro horas para que saliese nuestro vuelo. Yo nunca había viajado tan lejos y sentía que, como siempre que me alejo de casa, me dejaba una parte de mí en esta ciudad a la que no quería decir adiós. Llevaba un mes con un libro en la estantería de los que esperan su turno y en ese rato muerto, en ese nudo de viajeros y emociones itinerantes decidí abrirlo por primera vez. 

Quería que me acompañase en mi experiencia. Siempre había elegido la música para vincular cada recuerdo con una canción. De esa manera podía volver todas las veces que quisiera al momento que decidía guardar bajo el candado de unos acordes. Pero esta vez fui más allá y me presenté en Nueva York sabiendo que una vez acabase la experiencia en mi playlist no iba a encontrar nada que me permitiese regresar allí. 

Al empezar Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, empecé a entender que leyendo ese libro estaba escribiendo yo también mi propia historia del viaje, estableciendo una serie de recuerdos paralelos que no se entienden separados. Como si Robert Jordan estuviese en ese metro de camino al Bronx. Me preguntaba cómo sería capaz el viejo Hem de convertir en literatura las escenas que yo escrutaba desde la curiosidad de mis ojos. Llegué a buscar relatos en cada mirada que cruzaba con cualquier extraño. 

Desde los rascacielos, sumergidos en la noche, me preguntaba qué habría detrás de cada luz que se encendía en Manhattan y se sumaba a esa colmena de luciérnagas. Me despertaba curiosidad saber qué tecla de la mala suerte había tocado el mendigo que me pidió un dólar y tenía la necesidad de imaginarme dónde iban todos esos figurantes de traje y corbata que estresaban las calles.

En Nueva York no conseguí acabarme Por quién doblan las campanas. Lo cerré definitivamente hace una semana y me dejó un vacío enorme. Sentí que con su fin se acababa ese capítulo del viaje que tanto miedo había tenido a hacer. Ahora solo me quedan las páginas que escribí en mi propio papel. Porque la crueldad de los finales también suele dejar una ventana para asomarse a la grandeza de lo que fue.