Es descorazonador ver cómo, una y otra vez, aparecen pintadas en lugares y edificios públicos de Aranda, sin que se pueda acabar con este tipo de actuaciones. Quien lo hace, lo hace a escondidas o a oscuras, sin duda porque sabe que está haciendo algo inconveniente o molesto o ilegal, pero por cuya recompensa o sello personal merece la pena el riesgo. Es parecido a ese anónimo que, en redes sociales, se atreve a decir barbaridades que nunca pronunciaría si estuviese identificado.
A veces se ha descubierto y se ha sancionado a los autores de las pintadas. Sin embargo, estas siguen apareciendo. Así ha ocurrido en la ermita de San Pedro y en el puente Bigar cuya barandilla negra ya ha sido vandalizada con pintadas blancas y amarillas, antes, incluso, del cierre final de las obras.
Creo que el problema viene de esa ignorancia generalizada cuyo ambiente hace que se vean como normales hechos que no lo son. ¿O es normal que los niños golpeen con el balón las paredes de la iglesia de Santa María, mientras los padres toman sus consumiciones en la terraza de bar más cercano? Igual ocurre en la Plaza Mayor, donde hay hasta tres señales indicativas de la prohibición de jugar al balón o circular en patines. Y, sin embargo, los niños siguen incumpliendo la norma, mientras los padres pasan absolutamente de todo.
Llegar a acuerdos con los grafiteros para pintar o decorar determinados entornos de Aranda podría ser una solución. En algunas ciudades se ha hecho. Pero, claro, hay que saber quiénes son y si están dispuestos a colaborar.
En definitiva, si no hay un interés general por lo público o si no existe una mínima sensibilidad artística por una iglesia, una farola o un monumento… nada se puede conseguir. Salvo multar a los responsables de estos actos vandálicos, por un lado, y, por otro, educar en valores de ciudadanía a los más jóvenes. Pero esta es otra historia.