Don Fernando Martínez-Acitores, portavoz del grupo municipal de Vox en nuestro suelo bendito que ha pasado en un suspiro de vicealcalde de Burgos a concejal raso, se ha quedado de repente con poca cosa que hacer, y quizá por eso le ha dado por cantinflear. El ultraderechista, en comparecencia ante los medios de comunicación, ha tachado de «anomalía democrática» el hecho de que el PP gobierne el Ayuntamiento sin ser la fuerza que más votos cosechó en las últimas elecciones municipales, para, a renglón seguido, recordar a quien quiera escucharlo que si la supuesta anormalidad adquirió en su día carta de naturaleza fue merced al apoyo del partido que él mismo encabeza.
Todo parece indicar que Vox se ha convertido en la capital burgalesa al dogma del mandato de la lista más votada a despecho de lo que defiende su amado líder nacional, que proclamaba hace poco más de un año su fe inquebrantable en el sistema parlamentario como único medio constitucional para conformar mayorías legitimadas para gobernar. Cabe apreciar aquí un nuevo punto de fricción entre las facciones locales de PP y Vox, pues doña Cristina Ayala ya apostató en su día de su creencia temprana en el derecho a gobernar -aunque no le salgan los números- de la candidatura que mayor respaldo obtenga en las urnas, precisamente cuando se vio superada por el PSOE y hubo de recurrir a un pacto con la extrema derecha para poder ocupar el sillón de la alcaldía.
El caso es que Vox detecta cierto olor a podrido en el equipo de gobierno desde que no están ellos, y para cimentar tal sospecha el ex vicealcalde nos participa que el Ayuntamiento ha sustituido el tradicionalísimo «feliz Navidad» con que cumplimentaba al vecindario en estas fechas por la inflexión laicista «felices fiestas», lo que, en su parecer, son ya palabras de calibre grueso. Nos quedamos sin saber, en cualquier caso, si el señor Martínez-Acitores dice todas esas cosas porque está convencido de ellas, o más bien porque estima que sus conciudadanos son unos cretinos sin cerebro, ese don tan escaso y apreciado en nuestra sociedad que, según nos contaba don Ambroce Bierce, «se recompensa a quienes lo poseen eximiéndolos de ocupar cualquier cargo público».