La última vez que se produjo una situación de desorden mundial como la que vivimos actualmente fue durante los años 30, cuando las potencias autoritarias (Alemania, Italia y Japón) cuestionaron el orden internacional y comenzaron una política de agresivo revisionismo territorial. En esos momentos Estado Unidos también practicaba el aislacionismo, convencido de que los asuntos de seguridad mundial no eran de su incumbencia. Donald Trump amenaza con volver a poner a Estados Unidos de perfil ante el incipiente desorden internacional lo que proyecta una terrible sombra sobre el futuro.
En su primer mandato como presidente (2016-2020), las posiciones aislacionistas de Trump llevaron a que Estados Unidos abdicara de su puesto como líder del orden internacional liberal. Bajo su mandato se abandonaron importantes acuerdos multilaterales que aseguraban estabilidad geopolítica en el mundo, como particular el Acuerdo Nuclear con Irán, al inicio de una guerra arancelaria con China (continuada por la administración demócrata de Joe Biden), al compadreo con líderes autoritarios como el ruso Vladimir Putin y el norcoreano Kim Jong-un, y a tensiones con los aliados de la OTAN -a los que Trump amenazó con dejar a merced de hipotéticos invasores si no se ponían al corriente de pago-.
Su segundo mandato no augura una política diferente, sino una terriblemente exacerbada. Legalmente Trump no puede presentarse de nuevo para ser presidente por lo que lo libera de la presión de que unas elecciones en cuatro años condicionen su política. Además, en este último lustro, se ha hecho con el control omnímodo del Partido Republicano, purgando a críticos y viejos republicanos con los que contó en su primera administración. Se ha deshecho de los que la prensa había denominado adultos en la sala -viejos espadones del partido que controlaban sus impulsos y decisiones más estrambóticas-.
El principal riesgo que supone la segunda administración Trump para el orden mundial se encuentra, sin lugar a dudas, en la guerra de Ucrania. Si bien la competición estratégica con China y el apoyo a Israel y Arabia Saudí como pilares de poder en Oriente Medio son posiciones compartidas entre demócratas y republicanos, la relación con Rusia y los aliados europeos es donde más difieren las posiciones de la administración saliente y la entrante.
Para empezar, Trump considera que el esfuerzo de la guerra lo deben soportar los europeos y aunque no le falta razón (la dependencia de América ha hecho que Europa se olvide de la importancia de la defensa y la seguridad en un mundo de lobos) la retirada de su apoyo a Ucrania no se traducirá en la inmediata aparición de un "ejército europeo". Al contrario, Europa quedará sola ante Rusia y su credibilidad como actor geopolítico en entredicho.
En numerosas ocasiones Trump ha presumido de que su buena relación con Putin le permitiría acabar con la guerra en veinticuatro horas. Además de esa cordial relación con el dictador ruso, Estados Unidos tiene la capacidad de forzar a Ucrania a la mesa de negociaciones: Starlink, la compañía de satélites del magnate Elon Musk (para quien Trump ha creado un ministerio), proporciona acceso a internet en Ucrania lo que, literalmente, permite que aquel país pueda operar en la guerra (dirección de drones, cohetes, comunicaciones); Musk no tiene más que poner fecha de caducidad a su servicio para doblegar la obstinación ucraniana por lograr una victoria total.
Que Estados Unidos fuerce a Ucrania a sentarse a la mesa y aceptar la paz sería un error histórico de proporciones desastrosas. Para que Putin acceda a dejar la violencia, el acuerdo de paz tendría que beneficiarlo lo suficiente como para que considere rentabilizados los tres años de contienda con todo lo que suponen (muertes, presión interna, golpe económico… etc). Dicho acuerdo pasaría necesariamente por una partición de Ucrania y la anexión a Rusia de sus zonas orientales. El precedente sería demoledor pues confirmaría que la invasión ilegal y atroz de un país soberano repercute un beneficio político y estratégico. Abriría, en definitiva, una caja de Pandora en cuanto a la revisión territorial de fronteras. Con un presidente americano presto a apaciguar a Rusia, ¿dónde frenarán las ansias territoriales de Putin, un hombre que busca la restauración del imperio soviético? Por no hablar de que la partición prácticamente convertiría a Ucrania, privada de su mitad oriental y planchada por la guerra, en un auténtico Estado fallido a las puertas de Europa. La guerra de Ucrania debe, en efecto, acabar, pero la forma en que acabe determinará el curso de las relaciones internacionales en las próximas décadas.
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