Lorilla, el pueblo que murió dos veces

R. PÉREZ BARREDO / Lorilla
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Es uno de los grandes símbolos de la despoblación. Deshabitado hace ahora medio siglo, su caserío es una ruina abierta a todos los aires que azotan el páramo de La Lora

Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante. - Foto: Jesús J. Matías

Abierto a todos los aires, el ruinoso caserío es un espectro dominado por el silencio. La torre de la desventrada iglesia aún se eleva por encima del resto de construcciones, que son una oda al desmoronamiento y al olvido, pero desprende la tristeza muda de su orfandad de campanas. Emplazado al borde de un imponente balcón natural que se asoma al cántabro Valle de Valderredible, en delicado equilibrio con rocas y vientos en los que reinan los buitres, Lorilla es todo un símbolo. Si la despoblación tuviera una imagen arquetípica, no habría duda: cualquiera de las desoladas casas y calles de este pueblo de la comarca de los Páramos se ajustaría a la perfección al sentimiento de abandono, decadencia y desmemoria. Pero, además, se da la circunstancia de que este despoblado -del que hace ahora medio siglo que se marchó su último habitante-, ya se había vaciado antes; ya había sido casi aniquilado y borrado de la faz de la tierra: lugar estratégico del frente del Norte durante la Guerra Civil, quedó destrozado, aunque fue reconstruido y nuevamente habitado.

Pilar Bárcena, que es una de las memorias más cálidas de Lorilla, nunca se ha cansado de repetirlo: «Lorilla murió dos veces». Está muy vivo en su corazón el pueblo en el que nació, hasta el punto de que construyó con sus manos una maqueta del mismo. Sin embargo, hace varios años que no sube desde donde reside -Trasahedo- porque le da muchísima pena comprobar cómo el tiempo ha ido dejando su huella inexorable en el lugar en el que fue tan feliz. Nadie vive en Lorilla desde que, en 1973, se fuera su último vecino, Jesús Hidalgo, que resistió en soledad, heroicamente, durante mucho tiempo; finalmente, acechado por los saqueadores que noche sí, noche también, se dedicaron a esquilmarlo todo, y acaso harto de tanta soledad y tanto silencio, hizo las maletas. Hay un par de construcciones que sirven ahora como almacén de aperos de labranza, pero el resto es la Comala de Pedro Páramo, salvo que ni siquiera hay fantasmas.

Todo es la nada, maleza que avanza, carcome, extingue. Puro olvido. Lorilla, que no aparece ni señalizado, murió cuando Jesús Hidalgo lo dejó atrás hace medio siglo. Pero ya había tenido una muerte previa, unos cuantos años antes, durante la contienda civil española: ubicado en el límite con Palencia y Cantabria, se convirtió en un emplazamiento estratégico de enorme importancia del Frente del Norte; tan es así, que en sus inmediaciones aún permanecen, mudos testigos de la tragedia, restos de búnkeres y parapetos. Sus habitantes tuvieron que huir para evitar ser víctimas del fuego cruzado de morteros y bombas, que lo destrozaron por completo, si bien el pueblo se reconstruyó después que terminara la guerra.

Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante.Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante. - Foto: Jesús J. Matías

Pero durante aquellos meses de fuego de 1937 Lorilla fue ocupado por los sublevados, con el general Sagardía al frente de la columna que trataba de avanzar hacia Santander; desde allí dominaban el hondón cántabro de Valderredible, donde resistían los republicanos. Pese a su extrema orografía, hubo enfrentamientos tan cruentos que permanecieron en la memoria de varias generaciones de loriegos; relatos tan horrorosos como los que dejó escritos también en el alma de los lugareños el durísimo invierno en ese «océano áspero y gris», en palabras del etnógrafo y escritor Elías Rubio. 

Duros inviernos y veranos. La citada Pilar Bárcena suele evocar la estremecedora historia de un tío suyo al que sorprendió una feroz nevada que lo desorientó de tal manera cuando se acercaba hacia Lorilla con dos caballos (allí los desplazamientos siempre fueron en caballerías), que se perdió: tanto el hombre como los animales perecieron congelados; sus cadáveres fueron hallados cuando se deshizo la nieve, muchas semanas después. También los estíos eran duros en la alta estepa, más aún cuando azotaba un violento viento sur del que debían protegerse tanto como en los peores momentos del invierno.

Lorilla apenas tuvo más de medio centenar de habitantes en su momento más álgido, hacia los años 40 del siglo XX. En su imprescindible libro Los pueblos del silencio, Elías Rubio recoge que en 1964 se produjo el último natalicio en la villa, Carlos Bárcena, y que veinte años antes se había registrado la última boda en la iglesia consagrada a San Pedro, hoy invadido su precario esqueleto arquitectónico por las zarzas y la yedra y las ortigas. 

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Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante.
Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante. - Foto: Jesús J. Matías
Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante.
Prácticamente la totalidad del caserío de este despoblado, que se asoma imponente al Valle de Valderredible, es una ruina rampante. - Foto: Jesús J. Matías

Escribe Elías Rubio: «Conocido y recordado como símbolo de la despoblación de la provincia, duele que siendo la más bella balconada burgalesa (desde sus escombros pueden contemplarse nada menos que 52 pueblos de Cantabria,Palencia y Burgos) no haya en ella ojos permanentes que derramen la mirada hacia el hondón de Valderredible».