A estas alturas del calendario, quien más y quien menos ya tiene planeado un viajecito. Hoy en día viajar confiere status social, como antes el coche o los abrigos de pieles, por no hablar de status cultural, que no se concibe en alguien que no viaje frecuentemente. «¿A dónde te vas este verano?», suelen preguntar las amistades con avidez; y pobre de ti si el único plan que tienes es ir a tu pueblo o, como mucho, a algún sitio cerca, en plan de excursión. La excursión se ha convertido en palabra de pobres, de pringaos y de chavalines, porque lo cool es olvidarse de España, incluso de Europa, y lanzarse a otros continentes, cuanto más lejos mejor, buscando lo exótico y lo desconocido.
Cuánto ha llovido desde que Homero estableció el patrón clásico del viajero que debe superar un conjunto de pruebas para convertirse en héroe, coronar el éxito y/o alcanzar una recompensa. Afortunadamente no ha desaparecido ese perfil de trotamundos que viaja sin más brújula que la curiosidad, con el ojo y el oído bien alertas y espoleado, antes que vencido, por los obstáculos. Son personas que disfrutan del reto y la aventura, aunque estos ya no son lo que eran. En cambio el escritor John Steinbeck decía que la gente no hace viajes sino que son los viajes los que hacen a la gente, lo que implica aprendizaje además de placer. Un buen ejemplo sería el grand tour, un periplo de meses o años que los jóvenes de clase alta -sobre todo ingleses- hacían por Europa como parte de su educación en los siglos XVIII y XIX.
Hoy triunfan los viajes organizados, con la mayoría de la gente haciendo fotos con el móvil compulsivamente sin pararse a contemplar ni el paisaje ni el paisanaje. La codicia de acumular selfies e inmortalizar con la cámara todo lo que (no) ven, anula cualquier emoción o sensación, como si se viajara solo para obtener material y presumir a la vuelta compartiéndolo con los amigos. Hacer algo para contarlo, igual que Dominguín, el torero, tras pasar una noche de pasión con Ava Gardner.
Dios me libre de disuadirles de viajar, pero recuerden que no hay que ir hasta Indonesia para asombrarse. A veces lo exótico está en el pueblo de al lado; y no les digo nada si nos armamos de valor y decidimos viajar al interior de nosotros mismos. Ahí sí que hacen falta selfies.