La literatura y el cine han esculpido una imagen arquetípica del ritual del exorcismo. Vinculamos, casi irracionalmente, la lúgubre estampa de un sacerdote atormentado encarando el rostro mismo del mal imprimado sobre el físico de la víctima de una posesión demoníaca. Por contra, sostiene la Iglesia que se trata de una «práctica religiosa», un «derecho de los fieles» ejercido con tanta naturalidad que los nombramientos de exorcistas parecen haberse multiplicado en los últimos años.
Sin embargo, el relato que la madre denunciada por su propia hija ofreció a la Policía Nacional el 14 de agosto de 2014 (el que después se negó a prestar en sede judicial) se aleja de la naturalidad que se le presupone a una práctica anciana, y se acerca sobremanera al que ha mostrado el celuloide. En ese testimonio, al que ha tenido acceso este periódico, la mediación de un sanador de la iglesia católica comienza cuando la niña «pidió que llamaran a un sacerdote» porque «algo interior le estaba oprimiendo el cuello».
Cuenta la progenitora que entonces se puso en contacto con un sacerdote «llamado Maxi Barbero», el cual, «a través del Arzobispo», facilitó que se ejerciera sobre la por entonces menor «una oración de sanación» (ver página anterior). La historia continúa asegurando que esta situación (los presuntos ataques ‘interiores’) se repitieron incluso en alguna de las frecuentes visitas al hospital, «donde tuvo que ser sujetada por varios vigilantes de seguridad debido a la fuerza que hacía».
Paradójicamente, la ahora imputada aseguró a los agentes que su hija tenía «un comportamiento normal», destacando incluso el buen carácter mostrado durante las vacaciones familiares. Es en ese momento del relato en el que los uniformados lanzan una cuestión directa cuya respuesta es el reconocimiento explícito de la práctica de los rituales.
Preguntada sobre si en alguna ocasión sometió a su hija a algún exorcismo «porque piense que está poseída por un demonio», la madre contestó «que sí, que conocen a un seminarista que tiene una especie de don» que le permite, con solo hablar con una persona, «saber cómo se siente esa persona», concluyendo en este caso que la joven «tenía una fuerza extraña en su interior y tenían que hacer algo con ella, aconsejándoles hablar con un sacerdote amigo».
El rito
Los padres decidieron, siempre según su declaración, no seguir los consejos del seminarista dotado, a su juicio, de tan particular condición, pero al término del verano la situación empeoró, la niña llevó al límite sus intentos autolíticos y, a pesar de ello, decidieron sacarla del entorno hospitalario en el que se encontraba porque creían que no le hacía bien la compañía de otros enfermos.
Fue en ese momento, entre marzo y abril de 2014, cuando aceptaron el consejo del seminarista y fueron a hablar con el sacerdote indicado por aquel. Resultó ser Jesús Hernández Sahagún, exorcista de la Diócesis de Valladolid y canónigo penitenciario de la Catedral pucelana, cuyo rango le otorga la potestad de administrar el sacramento de la penitencia para pecados de absolución reservada.
Cuando el exorcista intentó hablar con la muchacha, «ésta se quedó rígida -contó la madre- mirándole como endemoniada», momento en el que se decidió proceder al exorcismo, que acabaría siendo el segundo (el primero había tenido lugar en Madrid meses antes) de muchos otros, hasta 13, todos en Valladolid.
La niña se negó, pero su madre consideró que «no era ella» la que hablaba, «sino alguien que tiene en su interior» que tenía «miedo a que acabaran con él». Fue postrada a los pies del altar y sujetada por sus padres y otras personas, momento en el que mostró «signos evidentes de estar poseída». «Escupió al sacerdote, le intentaba agarrar del cuello e incluso le mordió. Volvía los ojos y gritaba, no entendiendo lo que decía y creyendo que estaba hablando en otro idioma», a lo que el presbítero «comentó que era una lengua antigua, pudiendo ser arameo». Además, aseguran, «cuando le estaban echando agua bendita empezó a dar saltos con el cuerpo».
Al término de la sesión, la progenitoria de la chica consideró que «salía estupendamente del convento» de San Joaquín y Santa Ana, coincidiendo en esa versión con la del vicario de Pastoral de Burgos, donde habría de regresar semanalmente «o cada quince días». Eso fue antes de denunciar a sus padres por maltrato.