Dos temas hay en verano que relucen más que el sol: las olas de calor y la masificación turística. Tópicos periodísticos, conversaciones recurrentes, chascarrillos de vecindario. Y, de fondo, el reflejo de preocupaciones reales, que van desde el cambio climático hasta qué tipo de ciudades, playas, barrios y trabajos queremos.
El verano burgalés ha registrado llamativas marcas en ambos casos. Temperaturas excepcionalmente altas a principios de agosto y un mes de julio que batió todos los récords en visitantes y pernoctaciones. Esto último ha sido motivo de celebración: parece que arrancamos, que atraemos, que podemos emular éxitos cercanos y lejanos. Y sin preocuparnos, de momento, por los efectos secundarios y no muy deseables que afectan a tantas ciudades y costas españolas. Aunque, en esto, siempre hay dos, tres o cuatro caras.
A toda la cadena de valor de los servicios y la hostelería, el boom turístico le viene fenomenal. Pero para muchos vecinos, en especial de barrios céntricos y zonas de moda, la presión llega a ser tan insostenible como inalcanzable el precio de la vivienda. Seguramente, en medio de estos dos grandes polos, queda el grueso de la población, que está a verlas venir.
En esta cuestión, que irá a más con los años, siempre me acuerdo de lo que me dijo un filósofo francés, Yves Michaud, al que entrevisté hace años: «todos somos, en un momento u otro, turistas». Sí, claro, pero muchos aducirán que no es lo mismo el turismo respetuoso y cultural que el vulgar turismo de rebaño. Pues ahí va otra frase de Michaud: «todos somos, en un momento u otro, turistas cultivados y turistas incultos; todo depende de las expectativas y el contexto».
A mí todo esto me recuerda un poco al mundo del vino: según las circunstancias, tomamos vinos sencillos o especiales, baratos o caros. Si salimos con los amigos a escote, hay una regla básica de buen compadreo, la del mínimo común denominador. No pasarse es lo que garantiza que todo el mundo esté a gusto. En el turismo, lo mismo: que el fenómeno no rinda sólo a unos pocos y que todos obtengamos algún efecto beneficioso. Sobre todo, los que curran en ese sector, que deben poder ganarse bien la vida. Por seguir con la analogía, es como cuando reivindicamos que los viticultores reciban un precio digno por kilo de uva. Lo de siempre: cuidemos la base, que dependemos de ella.