Los atentados del 11S en Nueva York convirtieron los viajes en avión en una auténtica tortura en la que los viajeros sufrimos constantes atropellos sin que la mayoría de la gente proteste. Ya, de entrada, tenemos que presentarnos en los aeropuertos con una antelación mínima de un par de horas. Al llegar pasamos unos controles de seguridad que son una humillación a la que nos sometemos como corderitos, se supone que en beneficio nuestro, aunque me permito dudarlo. No se permite llevar una botella de agua ni ningún otro líquido por encima de 100 ml -con la mitad de nitroglicerina se podría volar el aeropuerto-, frecuentemente te obligan a quitarte los zapatos y el cinturón, aunque sea de plástico; ordenadores, tablets y teléfonos serán inspeccionados; las monedas, tarjetas y llaves deberás de sacártelos de los bolsillos. Y aún así, es posible que pites al pasar por el arco detector de metales, que son tan sensibles que hasta las tarjetas bancarias los hacen sonar. Luego nos harán pasar por un montón de tiendas, supuestamente libres de impuestos, en las que la mayoría de los productos son más caros que en la calle, para ver si picamos y compramos algo. Y no digamos de los bares y restaurantes cuyos precios te dejarán los bolsillos congelados.
Los retrasos son frecuentes y cuando por fin embarcas, lo más seguro es que no te quepan las piernas y te pases el viaje embutido en tu asiento sin poderte mover. Los diseñadores de los aviones afeitan huevos en el aire para conseguir meter más viajeros, y lo consiguen. Y no digamos en los aviones de las líneas de bajo coste, en las que viajamos la mayoría, alguna te aumenta el precio del billete cada vez que tocas el teclado del ordenador. Ah, y al llegar a determinados países de fuera de la UE, serás tratado como sospechoso de haber cometido mil crímenes.
¡Si pudiéramos ir a todas partes en tren!