Siempre que visito un edificio histórico, además de en su arquitectura y en sus riquezas artísticas, procuro fijarme en las huellas que la actividad del ser humano ha ido dejando en él a lo largo del tiempo, ya que esa impronta suele proporcionar una valiosa información acerca de la intrahistoria del lugar. En el caso de la catedral de Burgos, si hay un espacio particularmente rico en ese tipo de intervenciones antrópicas, ese es el claustro alto.
El claustro alto de la catedral de Burgos, como todos los claustros catedralicios, era un espacio multifuncional. Por una parte, era un lugar privilegiado para albergar enterramientos (fundamentalmente de canónigos), convirtiéndose, como dice la historiadora del arte Santiaga Hidalgo Sánchez en un interesante artículo sobre el claustro de la catedral de Pamplona que llegó a la pantalla de mi ordenador hace ya unos años, en una necrópolis polis de prestigio. Esta función funeraria se tuvo en cuenta a la hora de planificar su construcción, de ahí que, como ya se ha comentado por aquí, la mayor parte de sus pandas presenten los muros retranqueados con la finalidad de crear espacios en los que colocar los correspondientes sepulcros.
Por otro lado, el claustro alto constituía un interesante marco para la liturgia. En él se realizaban procesiones solemnes, pero también ceremonias conmemorativas relacionadas con su naturaleza funeraria o determinados rituales vinculados con el tiempo litúrgico, como los actos relativos a la celebración de la festividad de los Reyes Magos. Pero la función claustral que siempre más ha atraído mi atención es la de escenario cotidiano para la meditación, la oración, la lectura y el entretenimiento.
Préstamo de breviarios. Esta última función, íntimamente relacionada con su orientación al mediodía, se nos manifiesta nada más acceder al claustro alto desde la antesacristía. Allí, en la panda norte, podemos observar dos nichos enrejados bellamente decorados con amorcillos renacentistas y sendas cartelas con inscripciones en latín. La del nicho de la izquierda nos dice Reddite vota Deo vestro (Rogad a vuestro Dios), mientras que en su gemela de la derecha pone Laudem dicite Deo nostro (Alabad a nuestro Dios). Estas llamativas hornacinas servían para custodiar los breviarios que utilizaban algunos clérigos de la catedral para rezar por las galerías del claustro. Concretamente, se solían prestar a clérigos con pocos recursos. Así, en una reunión capitular del año 1587, el cabildo burgalés encargaba al canónigo Gregorio de Castro que viese la obligación de la iglesia de poner breviarios en el claustro para que rezasen los clérigos pobres.
Este servicio de préstamo de breviarios existió en el claustro alto al menos desde 1451, año en el que fallece el racionero Diego Martínez de Villaute, que, como indica la cartela de su enterramiento, localizado en la panda este, dejó allí tres breviarios. Más tarde, el canónigo Pedro Rodríguez de Grijera (†1493), cuyo sepulcro se encuentra también en la panda este, pero que en origen estaba donde hoy vemos las mencionadas hornacinas, dejó en ese lugar un breviario, como igualmente señala la cartela de su sepulcro. Cuando se abre la puerta que comunica la sacristía con el claustro, se traslada el sepulcro de Grijera y, probablemente, se reúnen los breviarios en las hornacinas construidas ex profeso.
Alquerques de doce. Pero en el claustro alto uno no solo podía entretenerse a base de lectura y oración, también había cabida en él para otro tipo de actividades menos elevadas. Hace algún tiempo descubrí, en el fondo de uno de los mencionados nichos para breviarios, el de la izquierda, un grabado realizado sobre un viejo sillar reutilizado. Consistía en un cuadrado que presentaba una serie de líneas horizontales, verticales y diagonales que se cruzaban generando multitud de intersecciones. Si seguimos avanzando por el claustro hacia la panda oeste, encontraremos un gran banco de piedra adosado al muro. En él se pueden distinguir otros dos grabados idénticos al descrito. Se trata de tableros para jugar al alquerque de doce, un juego muy popular durante la Edad Media.
No sabemos ni cuándo ni dónde se originó el juego del alquerque. Se suele decir que nació en Egipto. Lo cierto es que los romanos ya conocían los alquerques de tres y de nueve. Más dudas alberga, sin embargo, el alquerque de doce. Hay autores que dicen que es de origen romano; otros que su procedencia es árabe; e, incluso, otros, como el historiador de los juegos de las damas y del ajedrez Govert Westerveld, que surgió en la península ibérica. Con el tiempo, el juego del alquerque de doce se terminaría adaptando al tablero de ajedrez para dar lugar, hacia finales del siglo XV, al juego de las damas.
La primera obra en la que aparecen las reglas del juego del alquerque de doce es el Libro de los juegos o Libro del ajedrez, dados y tablas de Alfonso X el Sabio, manuscrito que coincide cronológicamente con la construcción del claustro de la catedral. Cada jugador disponía de doce fichas (en el caso de nuestros alquerques, posiblemente bolitas o piedrecitas), que se colocaban en las intersecciones del tablero, dejando vacía la intersección central. Las fichas se podían mover en dirección diagonal y ortogonal, hacia delante, hacia los lados y hacia atrás. Junto a nuestros alquerques se pueden apreciar unas pequeñas oquedades practicadas en la piedra que servían para depositar las piezas capturadas. Esta bancada constituye un interesantísimo y valioso testimonio de la práctica del juego del alquerque en el interior de edificios religiosos, donde los tableros se solían situar en zonas alejadas de los altares y siempre bien orientados e iluminados.
Un rostro incómodo. Si nos damos la vuelta y volvemos unos metros sobre nuestros pasos por la panda oeste nos toparemos, adosada a uno de los poderosos contrafuertes del brazo sur del transepto de la catedral, con una misteriosa figura humana que hace la función de ménsula y que presenta su rostro muy deteriorado. Allá por el año 2011, cuando se estaba restaurando esa panda del claustro alto, uno de los responsables de los trabajos me hizo saber que el rostro en cuestión había sido “borrado” deliberadamente. ¿Quién y por qué cometería semejante tropelía?
El asunto llamó poderosamente mi atención y se lo comenté a varios compañeros, uno de los cuales me dijo que él había leído algo al respecto en un registro del archivo catedralicio, pero que, desgraciadamente, no recordaba la época. Busqué el documento, y lo encontré. Se trataba de un acta capitular fechada el 17 de febrero del año 1600. En ella, en un apartado titulado Figura del claustro, se decía lo siguiente: «Este día el Cabildo mandó que el doctor Aresti si le pareciere que conviene por excusar supersticiones haga quitar el rostro de la figura que está a la entrada del claustro a la mano de la izquierda». Como podemos ver, al canónigo Martín de Aresti le pareció que convenía. ¿A qué supersticiones se referirían? Un antropólogo me sugirió una vez que la figura podría haber adquirido un carácter apotropaico, es decir, que la gente pensaba que alejaba el mal o que propiciaba el bien. Una hipótesis muy interesante. A mí me gusta imaginar algo más prosaico, que ese rostro, por ejemplo, se parecía al de alguien de la época, tal vez un canónigo, que, molesto con el cachondeo del personal, impulsó su destrucción. Quién sabe…
A lo largo del siglo XVII, el ambiente en el claustro alto fue degenerando cada vez más. Las actas capitulares de la época están repletas de referencias al respecto. Así, por ejemplo, en 1642 el cabildo mandaba limpiar el claustro debido a la suciedad generada por la asistencia continua de muchachos y vagabundos que molestaban los oficios divinos y deterioraban imágenes. Y en 1667 se dice que en el claustro «se hacen indecencias por muchachos». Tengo la impresión de que a esa época corresponderían la mayor parte de los numerosos desperfectos que podemos observar en los elementos escultóricos del claustro alto. Ese tipo de acciones llevarían a tomar la determinación de proteger muchos de los sepulcros con aparatosas rejas, que no desaparecerían hasta el siglo XX, cuando comenzó a haber un mayor respeto hacia el patrimonio por parte de todos (canónigos, muchachos y vagabundos incluidos).