La amabilidad ha sido desterrada de la calle San Lorenzo y aledaños. Hordas invasoras de camareros bordes han tiranizado la hora del vermú. Lucen escotes tatuados, muestran una voz melosa, padecen discalculia mental, son incapaces de acertar con las vueltas sin la inteligencia prestada de la máquina registradora, manejan los datáfonos a ritmo de taichi, nunca miran a los ojos, te obligan a pedir y recibir la vez como en las pescaderías, se les caen los anillos al suelo del aseo cada vez que lo tienen que limpiar, y sólo dan los buenos días cuando terminan de ordenar o secar los vasos a los que nunca hacen caso cuando el bar está vacío. Entre todos la hemos matado, y ella se ha muerto sola. Hablo de la hostelería. Adoramos la cocina. El último dios en el que sí que creen los fieles del arte contemporáneo. Apoquinamos ciento cincuenta euros por un menú degustación. Ochenta más por una botella de vino. Pero pagamos a nuestros camareros con cacahuetes. Supongo que por eso no sonríen. Los monos son amables cuando cobran con bananas. Pero nunca han tenido ocasión de elegir su condición. Mis alumnos de la universidad, por el contrario, sí que han dispuesto de la oportunidad. Disfrutan con lo que hacen, dentro o fuera de clase. Ríen, viajan, empatizan, se rebozan, botellean, festivalean, y exploran sin descanso su tendencia sexual. Pero no quieren trabajar de camareros. Estudian lo justo de hoy, que es mucho menos que lo necesario de no hace tanto, porque tampoco necesitan más. El martes coincidí con uno de ellos. Un recién egresado que, además de adicto a Erasmus, fue más que cumplidor como estudiante. Le he preguntado por todo. También por el trabajo. Y se ha echado a reír. Está de camarero en algún chiringo de Mallorca. Ha dejado su empleo de becario de ingeniero porque cobraba bastante menos que detrás de una barra. Pero se le ve bien. Contento. No como a los bordes de la calle San Lorenzo.
Esta semana nos ha dejado Carlos Sierra, el del Orfeón y la bodeguilla de Santa Clara. Puede que el último grande de los viejos camareros de la hora del vermú. Desde aquí, todo mi respeto. ¡Caña y gilda...! De cuando no hacía falta el título de ingeniero para ser amable...