Hemos asistido a una de las mayores catástrofes de  la historia de nuestro país. El calentamiento del agua del Mediterráneo es un hecho científicamente probado y la entrada de masas de aire frío hace que las nubes de evolución generen en pocas horas un volumen de precipitaciones que pone en jaque toda la planificación territorial de las zonas donde se producen. 

La guerra política ya la conocemos. La culpa viaja de bando a velocidad de tertulia y medio de comunicación afín a unos y otros. Pero todos nosotros conocemos en nuestros pueblos qué ocurre cuando el exceso de agua decide tomar un camino de salida. Las acequias, arroyos y alcantarillas que se tapan por las actividades agrícolas nos vienen a la memoria cada vez que llueve en exceso. Ahora parece que todo el mundo sabe que no se debería haber construido en algunos lugares que están clasificados como inundables, que los planes hidrológicos y los urbanísticos prohíben, pero son excepcionalmente autorizables.

Este país tiene una de las más extensas legislaciones en materia medioambiental,  normas que emanan de directivas europeas, que obligatoriamente los Estados miembros de la UE han de hacer una trasposición a leyes estatales y Reales Decretos que a su vez deben desarrollar las comunidades autónomas y, a medida que se desconcentran las competencias, son los ayuntamientos quienes terminan por adaptar toda esa profusión normativa a sus territorios. 

En infinidad de ocasiones se termina por legislar con las típicas 'gateras' que seguramente conocemos todos. A veces con la famosa prohibición de hacer algo en tu pueblo, pero salvada bajo la coletilla 'excepcionalmente'. Y esto es España. Siempre hay un amigo o un interés más o menos legítimo para hacer un informe por el que, excepcionalmente, se soslaye una prohibición. Y claro. Luego llueve.