Hoy, fiesta de Santiago Apóstol, patrón de España, es un día de lo más apropiado para reivindicar el símbolo patrio por excelencia: la bandera. Y, sobre todo, para reflexionar acerca de por qué una parte de los españoles consiente desde hace más de 45 años que otra parte de sus compatriotas se comporten como si fueran propietarios de la enseña que nos representa a todos. Hasta tal punto se ha manoseado, que abrazarla -y no digamos exhibir sus colores- coloca directamente en una posición ideológica y política. Como prueba, baste recordar que en las elecciones del pasado domingo, la Junta Electoral de Burgos tuvo que obligar -otra vez- a que un partido político concreto eliminara de las tarjetas de sus apoderados la estampa de la bandera.
Así, este país se divide entre quienes alardean del rojigualdo y quienes abominan de ello y, por ende, de todo lo que puede ser asimilado a España o a toda idea de lo patriótico y del patriotismo. Ni siquiera los muchos éxitos de deportistas españoles han conseguido demoler el muro que impide que el 100% de la población española se sienta identificada con los dos colores que nos representan en el mundo, lo cual es indicativo de un problema de fondo que quizá sea más relevante de lo que a priori pueda parecer. La bandera del Estado no debería tener más significado que el que le da la Constitución en el artículo 4 y cabría preguntarse quién tiene más responsabilidad en que lo haya adquirido: si quienes insisten en apropiárselo o quienes lo permiten.
Que yo escriba una columna reivindicando la bandera de mi país no debería considerarse como una sugerencia sobre mi ideología o a qué partido voto. Al contrario, lo que me gustaría es que lo rojigualdo se despolitizara por fin y que todos contribuyéramos a dar neutralidad a nuestros símbolos.