La ciudad de Florencia, fundada por Julio César junto al río Arno, inició su edad de oro artística a partir del año 1000 y llegó a convertirse en una gran potencia durante la Edad Media. Su relevancia económica fue en aumento desde que Cosme de Médici se estableció en ella a comienzos del siglo XV, fundando la poderosa dinastía de políticos y banqueros -además de cuatro papas- que controlaría la Toscana hasta la década de 1730. En el ámbito cultural, el gran desarrollo artístico, científico y humanístico que se produjo en la ciudad desde mediados del siglo XIV la convirtió en la cuna del Renacimiento.
Esa nueva época buscaba romper con la mentalidad medieval y renovar profundamente la arquitectura, la música, las artes escénicas y la literatura. Con tal intención se fundó la Camerata Fiorentina, un grupo de intelectuales, escritores y músicos que se inspiraba en los ideales de la antigua Grecia para recuperar la elegancia y expresividad del arte clásico. Entre 1573 y 1588 se reunieron en el palacio de su mecenas, el conde Giovanni de' Bardi, y entre los miembros de ese grupo estaba el músico Jacopo Peri, quien en 1597 finalizó la composición de Dafne, considerada como la primera ópera de la historia.
Otro de los integrantes destacados de la Camerata, Vincenzo Galilei (1520-1591), fue teórico musical, compositor y laudista. Entre sus tratados destaca el titulado Dialogo della musica antica et della moderna, que influiría notablemente en la transición hacia el Barroco. Pero su espíritu interdisciplinar también le hizo investigar sobre la física de las columnas de aire y de la vibración de cuerdas.
El mayor de los seis hijos que tuvo con Giulia Ammannati, nacido en Pisa en 1564 y llamado Galileo, fue quien más se interesó por profundizar en esa relación entre la música y la física. De hecho, la vocación que siempre tuvo por las matemáticas puras fue reconduciéndose hacia la experimentación al colaborar con su padre en los estudios pioneros de lo que acabaría denominándose 'acústica musical'. Tiempo después, el gran astrónomo, físico e ingeniero, uno de los padres de la revolución científica, afirmaría que buena parte de sus descubrimientos se los debía a que observaba los fenómenos de la naturaleza tal como le había enseñado su padre: de forma paciente, meticulosa y sistemática.
Así trabajaba Galileo desde 1609 en otra tarea fascinante, al utilizar un telescopio -instrumento inventado en Holanda un año antes por el fabricante de lentes Hans Lippershey- para algo que nadie más hacía: realizar observaciones astronómicas. Tras haber centrado su atención en la Luna y Marte, a comienzos del año 1610 apuntó desde Padua el telescopio hacia Júpiter… y los hallazgos inesperados tardaron poco en llegar. En la fría noche del 7 de enero descubrió que, junto al planeta y alineadas con él, aparecían tres estrellas muy pequeñas. Pero no formaban parte de ninguna constelación conocida y además se desplazaron entre sí durante las siguientes horas.
La paciente observación del entorno de Júpiter volvió a sorprenderle el 13 de enero, poco después de caer la noche sobre Padua. A las 18:54 horas anotó en su diario de trabajo -conservado en la Biblioteca Nacional Central de Florencia- unas frases que transcribiría a su tratado Sidereus nuncius, publicado en Venecia dos meses más tarde: El día trece vi por primera vez las cuatro estrellitas en la siguiente disposición respecto a Júpiter: Ori. * O *** Occ. Estaban tres en la parte occidental y una en la oriental. Formaban casi una línea recta, ya que la intermedia de las occidentales se separaba un poco de la recta hacia Septentrión. (…) A pesar de ser pequeñas resultaban luminosísimas, mucho más brillantes que las estrellas fijas del mismo tamaño.
Galileo interpretó correctamente lo que había visto: el planeta tenía satélites que lo orbitaban, como hace la Luna alrededor de la Tierra, situados a diferentes distancias y formando una especie de Sistema Solar en miniatura. Con ello daba un paso más para desterrar el modelo geocéntrico -propuesto por Aristóteles casi 2.000 años antes-, ya que ni siquiera todos los astros giraban en torno al Sol como mantenía el heliocentrismo impulsado por Nicolás Copérnico.
Las cuatro lunas de Júpiter fueron denominadas por él astros mediceos (I, II, III y IV) como homenaje a su protector y antiguo alumno, Cosme II de Médici, que en esa época ya era el IV Gran Duque de Toscana. Posteriormente, estos 'satélites galileanos' recibirían los nombres de amantes de Zeus -tres mujeres y un hombre- en la mitología griega: Ío, Europa, Ganimedes y Calisto. Desde entonces se han ido descubriendo muchas lunas más pequeñas en torno a Júpiter, hasta un total de 95 en la actualidad.
Dentro de pocas horas se cumplirán exactamente 415 años de aquella anotación histórica en el diario de Galileo. Usted, lector, puede celebrarlo hoy mismo, tomando unos prismáticos de al menos 7 aumentos y apuntando hacia el mayor planeta del Sistema Solar, que brilla intensamente -con magnitud -2,7- en la constelación de Tauro durante las largas noches de enero. Lógicamente, verá aún mejor los principales satélites de Júpiter si dispone de un telescopio… o si conoce a algún miembro de la Asociación Astronómica de Burgos, que seguro estará dispuesto a instalar el suyo y guiarle durante la observación. Los Galilei, padre e hijo, disfrutarían acompañándoles.