"El Teatro Principal siempre será mi casa y mi amor"

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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José Alonso, Pepillo, se jubila tras 27 años como jefe de sala del histórico edificio del Paseo del Espolón. "Ha sido una gran responsabilidad, pero he sido muy feliz"

Pepillo, en su lugar favorito del Principal: el patio de butacas. - Foto: Alberto Rodrigo

Por el pasillo central del patio de butacas, que se encuentra casi a oscuras en la mañana del jueves, se desliza Pepillo como una sombra sigilosa, y su figura menuda pero robusta desaparece tras los cortinones como si formara parte de un truco de magia. A los pocos segundos se hace la luz cenital que proyecta la gran araña que cuelga desde la techumbre interior del Teatro Principal, y quien al cabo irrumpe en el silencio de la platea no es el fantasma de la ópera: es el mismo Pepillo, que regresa sonriendo y con los ojos húmedos por la emoción. A medio pasillo, escoltado por el ajado terciopelo de los sillones, esa iluminación lo enfoca cual si fuera el protagonista de una obra de teatro que empieza fuera del escenario. Y tiene mucho de simbólico el instante: José Alonso, Pepillo para el mundo de la cultura burgalesa, es a su pesar el actor protagonista del momento que está representando. Se trata de una sesión de fotos, quizás la última, en el sitio que ha sido -y lo será siempre, según confesión propia- su lugar en el mundo, su casa, su vida.

Hace apenas tres semanas que se ha jubilado el que ha sido, durante los últimos 27 años (desde que se rehabilitara para que siguiera siendo uno de los referentes culturales de la ciudad), el jefe de sala del Principal, espacio que no se puede entender sin la presencia de este singular personaje; lugar sin el que no se podría comprender a este enamorado del teatro y de la música que lo ha habitado como nadie lo había hecho antes: con intensidad, pasión, celo, deseo, amor y cierta voluntad de náufrago. "Podría moverme por aquí con los ojos cerrados", confiesa después de haber sido él, claro, quien encendiera las luces para la sesión fotográfica. Todavía le resulta difícil hablar de la vida que acaba de dejar atrás: la emoción de sus últimos días de trabajo, en los que ha recibido de los espectadores habituales un cariño tan inmenso que lo ha desbordado, le tiene bien agarrado el alma, a flor de piel desde los pies hasta las ideas, y eso que ya no gasta la cresta punk que lució en los primeros 80, cuando lideraba aquella banda de la Movida que se llamaba Incidentes Genuinos. "He tenido que esconderme en el baño para llorar. Ha sido increíble", apunta a propósito de esos últimos días del pasado mes de diciembre.

Los últimos días me he encerrado en el baño para llorar de emoción por el cariño de la gente"

Habrá parecido a veces una cosa -se ha tomado siempre tan a pecho su trabajo-, pero es otra: Pepillo es pura ternura. "Tengo un sentimiento encontrado, sensaciones contradictorias, un poco esquizoides. Por un lado, por la edad: se acaba un poco la vida, el ritmo vital, estar en acción. Por otro, siento que se acaban las tensiones, la angustia, las prisas, el estrés". Ha sido feliz en el Teatro Principal. Mucho. Tanto, que alargó la jubilación. Y eso que los inicios, admite, fueron duros: "No sabíamos nada, había que hacer las entradas a mano, no podíamos imprimirlas, las hacíamos sobre un plano con el riesgo de que pudiera equivocarte... Y nos equivocábamos. Era un caos. ¡Imagínate equivocarte con la numeración! ¿Cómo colocabas a la gente? Era una responsabilidad máxima. Así estuvimos cuatro o cinco años...". Todo aquello sucedía sin contar con las reclamaciones, especialmente desde el Paraíso (las ubicaciones más altas y baratas del teatro), a las que se ha tenido que enfrentar, que gestionar, que torear cientos de veces: la de quienes protestaban porque no se veía o no se oía bien. "La gente que está descontenta lo paga contigo; aunque no seas tú el culpable, es a ti sobre quien recae la protesta, el malestar. Y eso es duro. He llegado a tener pesadillas, de verdad".

Se ríe Pepillo cuando evoca aquella época en la que (sin saber que acabaría siendo su destino), fue uno de los que reivindicó que el Teatro Principal se rehabilitara para servir al fin para el que fue construido "y no para oficinas municipales, que era lo que pretendía el entonces alcalde, José María Peña)". Fue testigo de todo aquel proceso: siguió de cerca las obras de restauración proyectadas por Peridis y acabó convirtiéndose en una de las almas de un edificio mágico. "El Teatro Principal es y será siempre mi casa, mi amor", dice con un temblor en la voz que le retrepa hasta la mirada, que se le inunda por momentos y le desdibuja el rictus siempre despierto de su rostro. Se ha sentido algo así como "el segundo ejecutor de cada evento. Primero está el programador, y luego tú, que eres el que atiende a las compañías, el que trata de hacer que cada una se sienta bien". Atesora Pepillo una colección de recuerdos y anécdotas que darían para un libro. Sonríe al rememorar la felicidad de haber conseguido ron añejo para la Vieja Trova Santiaguera, unas sopas castellanas para María Dolores Pradera o un vino concreto para Madredeus. "La sensación de hacerlo bien es maravillosa. Y a veces me he emocionado. He vivido cosas que no vive casi nadie. Y eso es un lujo". También ha visto cosas feas (prefiere no dar nombres en este punto), especialmente las relacionadas con artistas y su desaforado consumo de drogas en los camerinos. "He visto de todo".

He vivido cosas que no vive casi nadie. Y eso es un lujo"

Y eso que más de una vez las pasó canutas, protestas al margen. Como aquella vez en que el humorista José Luis Coll (que actuaba con Tip, ya se sabe), se pegó un hostión de aúpa tras pisar en falso donde no había suelo firme; o como cuando el cantautor cubano Pablo Milanés solicitó un cátering impresionante: "Pidió caviar, langosta... Y luego no se lo comieron. Y pidió uvas... ¡en abril! Además, una uva de albillo, rara, que no había dónde encontrar. Y el representante me decía que si no lo conseguía no actuaba... ¡Menuda preocupación! Llegas a volverte loco, es un agobio, se pasa realmente mal". Habla maravillas de artistas de campanillas que le han demostrado ser personas no sólo normales en el trato sino profundamente profesionales, y cita como ejemplo a Rafael, al que recuerda ensayar durante horas antes de un concierto cuando la mayoría de los artistas lo despachan con media hora.

Ha sentido un punto de amargura en su adiós: por parte de la sección de Personal se ha sentido ninguneado, muy lejos de lo que la gente le dio en la despedida. "Nadie se ha despedido de mí. Me he sentido 'despersonalizado'. La jefa de Personal no levantó ni la cabeza para despedirse. Nadie me dijo nada, ni una palabra, ni cómo me sentía, ni un gesto de gratitud por todos estos años... Ni me han recibido. Ha sido horrible. Se llama Personal y no reciben a las personas. Eso me ha dolido. Nada que ver con mis compañeros, con la gerencia del IMC, con Ignacio González, Nacho de Miguel... A los que les agradezco su cariño. Si no es por ellos, me hubiera ido como un caracol, con todas las babas y arrastrado". Respecto de su relación con los jefes políticos de turno (esto es, los sucesivos concejales de Cultura que ha habido), ninguna queja tiene Pepillo, si bien guarda un recuerdo especial de Pepe Sagredo. "Con todos he dado el máximo, independientemente del signo político. Y eso me lo enseñó José Mari Yudego, que fue jefe de Protocolo y ha sido mi maestro. Recuerdo que me decía: 'El Ayuntamiento es de piedra; ni sufre, ni padece. Los políticos pasarán, pero tú tienes que estar ahí porque es nuestra obligación'. Y al final lo he comprobado. Con todos los concejales me he sentido bien porque todos han puesto su granito de arena".

Los primeros años fueron duros y caóticos"

No se ha acostumbrado aún Pepillo a pasar de largo junto al Teatro Principal, al que en adelante acudirá como espectador (y, espera, como actor, porque integra una compañía ('Armonía, vanguardia cultural') y sueña con que sus excompañeros les programen un día). "Claro que vendré a ver todo el teatro que pueda. Lo amo. Es mi locura". Está Pepillo ilusionado con un reto: aprender a cantar (mejor, se entiende, porque ya dio muestras de su arte vocal durante la citada 'Movida'). Forma parte de la Coral del Camino, con la que ambiciona convertirse nada menos que en tenor. Eso le hará no abandonar su eterno idilio con el Principal, porque es ahí donde ensaya este grupo, del que habla maravillas. Así que tome nota, lector.

El Teatro Principal es, en su opinión, mejorable: "Realmente no es funcional. Yo lo defendí al principio, tras la rehabilitación. Pero luego comprobé que se podía haber hecho una rehabilitación como en el Bretón de los Herreros de Logroño. Es incómodo. Las butacas mismas lo son. Tras 27 años han dado todo de sí. Había que haberlas cambiado hace tiempo. Hasta las cortinas. Hay que invertir en ese edificio. El espectador paga para estar bien sentado, y cómodo". Reconoce sentirse un tipo afortunado. "Trabajar en un teatro amando el teatro es una suerte", admite. La sesión de fotos de este reportaje es un delirio: se pone siempre teatral ante una cámara Pepillo, que lo mismo se tira sobre las butacas que ensaya un rictus rayano en el despiporre.

Cuando la gente está descontenta lo paga contigo. He llegado a tener pesadillas"

Confía en que la programación del teatro que ama recupere el tono previo a la pandemia, que los sucesivos gobernantes de la ciudad apuesten de verdad por una cultura que lo convierta en referente. "Más si queremos ser Capital Europea de la Cultura. Si seguimos así, no podemos competir. Pero la cultura siempre es una inversión, aunque no dé dinero. Es un bien popular que sólo sirve para avanzar". Posa Pepillo en la sala de butacas de su casa, de su vida, de este Teatro Principal de sus sueños y desvelos. Ahí, en esa quietud de sillones vacíos, resuena en su interior el eco de todas las sesiones de las que fue responsable último. Y se queda en silencio, diciéndolo todo.