Parece ser que, por fin, va a cubrirse la plaza de inspector urbanístico en el Ayuntamiento de Aranda tras más de veinte años de vacancia. Tanto tiempo sin que hubiera un funcionario responsable de señalar y proponer sanciones para los incumplidores de las reglas urbanísticas ha producido un daño irreparable que durará muchas generaciones. ¿Alguien se atreverá a proponer la demolición de todo lo ilegalmente construido?
Cualquiera que pasee por nuestras calles podrá apreciar edificios mucho más altos que los que le rodean y alineaciones que convierten la línea de las fachadas en constantes entrantes y salientes. Todo esto ha sido favorecido por los interminables intentos de aprobar un nuevo Plan General de Ordenación Urbana, cuyos proyectos van cayendo uno tras otro por sus irregularidades o porque los tribunales los echan abajo.
Hasta ahora los principios que guiaban el urbanismo arandino eran bien simples: en el centro, sustituir las viejas viviendas de alturas razonables por otras muchísimo más altas, a cambio de un ligero retranqueamiento de las fachadas, y fuera de él construir cuanto más alto mejor. Eran el producto del enorme poder que han tenido los constructores en Aranda. La consecuencia era hacer que, por los siglos de los siglos, calles antaño soleadas se transformen en otras insalubres y en sombría permanente, tapando las vistas de los edificios situados frente a las nuevas construcciones. Pero en el momento actual quizás lo más significativo son los miles de casas de todo tamaño y condición que han aparecido como moscas en estiércol en terrenos rústicos. Las veremos por centenares al pasear por cualquier camino cercano. Algunas hasta con sus placas solares, pozos para proveerse de agua y todo tipo de servicios. Seguro que buena parte de ellas no cumplen con los más elementales requisitos de legalidad.
No le va a faltar trabajo al nuevo inspector.